Eran las nueve
de la mañana cuando sobrevolábamos la caótica ciudad de Dhaka. Estábamos
cansados pues habíamos dormido poco en los vuelos. Al desembarcar dejábamos
atrás la pulcritud del Airbus 777-300 de Emirates para pisar la raída y sucia
alfombra del aeropuerto internacional. Solo la zona central de la moqueta se
mantenía limpia de manchas, y tan solo porque el ir y venir cada día de
centenares de zapatos la dejaban pulida y apenas sin pelo.
El aire
acondicionado conseguía que mantuviéramos por unos minutos más el idilio con
una temperatura normal, pero a través de las ventanas veíamos el implacable sol
que formaba marcadas sombras sobre el asfalto.
Procedimos a
realizar el VOA. Por lo farragoso y lento del sistema nos dimos cuenta de que
el país no recibía excesivo turismo. Primero procedimos a pagar las tasas, 51€
del ala, a un funcionario que más bien parecía un preso, pues, el cubículo
donde le habían ubicado además de minúsculo estaba lleno hasta el techo de
antiguos libros de registro. Tras el sucio cristal y sentado en una diminuta
mesa sus hombros parecían cargar el peso de todos los libros que como espada de
Damocles amenazaban con caerle encima y cubrirle para siempre. A continuación
nos sentamos en unos desgastados sillones azules frente a un escritorio. Sobre
él hallábase el padre de todos los libros de registro. Un enorme volumen cuyos
lomos estaban negros tras años de sobeteo por la policía, que se sentaba al
otro lado. Tras el oportuno registro en el libro gordo de Petete nos asignaron
un número de visa y nos encaminaron hacia el control de pasaportes. Nos los
sellaron y… ¡ya estábamos en Bangladesh!
Cambiamos 20€
y tomamos un taxi oficial del aeropuerto, más caro que uno tomado a 100m en la
calle. Pero nos asegurábamos hacernos entender en inglés y sobretodo no esperar
bajo el cielo abrasador a que un taxi nos parara.
En apenas 30
minutos estábamos adentrándonos por un estrecho callejón hacia el hotel. Tan
estrecho que los espejos casi rozaban las paredes de las casas.
El hotel New
York no era el paradigma ni de la limpieza ni del confort pero era de lo
mejorcito en relación calidad/precio de la zona. La primera sorpresa
desagradable llego cuando nos dejamos caer en las camas. Fue como hacerlo en el
suelo. El golpe recorrió toda nuestra espina dorsal hasta hacer castañear los
dientes. El finísimo colchón de lana parecía prensado y ni un ejército de
vareadores hubieran podido airearlo. Se había convertido en un colchón
fosilizado. Y lo peor de todo es que iba a ser una constante en todo el viaje.
El viejo aire acondicionado aunque ruidoso conseguía enfriar la habitación.
Estábamos cansados y sabíamos que la ciudad de Dhaka no era precisamente la
Viena de Oriente. El tráfico, la contaminación, la sobrepoblación y el calor la
convierten en una ciudad hostil para el viajero. Así que para aquel día nos
pusimos como único objetivo la compra del billete de tren para el día
siguiente.
La estación de
tren apenas distaba un par de kilómetros del hotel así que intentamos llegar a
ella callejeando. En poco más de media hora estábamos perdidos y desorientados.
Optamos por usar los servicios de un rickshaw. No fue difícil pues rápidamente
un lugareño se prestó a ayudarnos. Le indicó al conductor en bengalí la
dirección que queríamos y a nosotros cuanto le debíamos pagar. Moverse por
Bangladesh no es fácil. Apenas casi nadie sabe inglés, los mapas solo son
orientativos y el alfabeto bengalí es del todo imposible de reconocer y de memorizar.
Con este
problema nos plantamos en mitad de la estación de tren. Debíamos coger un
billete para el día siguiente a Srimongol pero desconocíamos en que ventanilla
hacerlo. Todos los carteles estaban en bengalí y a los pocos que preguntamos no
nos entendían. Tras un buen rato conseguimos que un lugareño nos indicase la
ventanilla correcta. El resto fue mucho más sencillo, en un papel escribimos el
número del tren en bengalí, añadiendo la fecha y la hora u ¡voila!: El billete
en la mano por el módico precio de 270tk, unos dos euros y medio.
Más animados
decidimos intentar volver al hotel andando y esta vez si lo conseguimos, bastó
guiarnos por los edificios más altos del centro de la ciudad.
Comimos en un
restaurante local bastante limpio, a ratos bajo la luz de las velas, a ratos
bajo las fluorescentes según iba y venía la luz.