viernes, 28 de septiembre de 2012

28. BANGLADESH 2012



Eran las nueve de la mañana cuando sobrevolábamos la caótica ciudad de Dhaka. Estábamos cansados pues habíamos dormido poco en los vuelos. Al desembarcar dejábamos atrás la pulcritud del Airbus 777-300 de Emirates para pisar la raída y sucia alfombra del aeropuerto internacional. Solo la zona central de la moqueta se mantenía limpia de manchas, y tan solo porque el ir y venir cada día de centenares de zapatos la dejaban pulida y apenas sin pelo.
El aire acondicionado conseguía que mantuviéramos por unos minutos más el idilio con una temperatura normal, pero a través de las ventanas veíamos el implacable sol que formaba marcadas sombras sobre el asfalto.
Procedimos a realizar el VOA. Por lo farragoso y lento del sistema nos dimos cuenta de que el país no recibía excesivo turismo. Primero procedimos a pagar las tasas, 51€ del ala, a un funcionario que más bien parecía un preso, pues, el cubículo donde le habían ubicado además de minúsculo estaba lleno hasta el techo de antiguos libros de registro. Tras el sucio cristal y sentado en una diminuta mesa sus hombros parecían cargar el peso de todos los libros que como espada de Damocles amenazaban con caerle encima y cubrirle para siempre. A continuación nos sentamos en unos desgastados sillones azules frente a un escritorio. Sobre él hallábase el padre de todos los libros de registro. Un enorme volumen cuyos lomos estaban negros tras años de sobeteo por la policía, que se sentaba al otro lado. Tras el oportuno registro en el libro gordo de Petete nos asignaron un número de visa y nos encaminaron hacia el control de pasaportes. Nos los sellaron y… ¡ya estábamos en Bangladesh!
Cambiamos 20€ y tomamos un taxi oficial del aeropuerto, más caro que uno tomado a 100m en la calle. Pero nos asegurábamos hacernos entender en inglés y sobretodo no esperar bajo el cielo abrasador a que un taxi nos parara.
En apenas 30 minutos estábamos adentrándonos por un estrecho callejón hacia el hotel. Tan estrecho que los espejos casi rozaban las paredes de las casas.
El hotel New York no era el paradigma ni de la limpieza ni del confort pero era de lo mejorcito en relación calidad/precio de la zona. La primera sorpresa desagradable llego cuando nos dejamos caer en las camas. Fue como hacerlo en el suelo. El golpe recorrió toda nuestra espina dorsal hasta hacer castañear los dientes. El finísimo colchón de lana parecía prensado y ni un ejército de vareadores hubieran podido airearlo. Se había convertido en un colchón fosilizado. Y lo peor de todo es que iba a ser una constante en todo el viaje. El viejo aire acondicionado aunque ruidoso conseguía enfriar la habitación. Estábamos cansados y sabíamos que la ciudad de Dhaka no era precisamente la Viena de Oriente. El tráfico, la contaminación, la sobrepoblación y el calor la convierten en una ciudad hostil para el viajero. Así que para aquel día nos pusimos como único objetivo la compra del billete de tren para el día siguiente.
La estación de tren apenas distaba un par de kilómetros del hotel así que intentamos llegar a ella callejeando. En poco más de media hora estábamos perdidos y desorientados. Optamos por usar los servicios de un rickshaw. No fue difícil pues rápidamente un lugareño se prestó a ayudarnos. Le indicó al conductor en bengalí la dirección que queríamos y a nosotros cuanto le debíamos pagar. Moverse por Bangladesh no es fácil. Apenas casi nadie sabe inglés, los mapas solo son orientativos y el alfabeto bengalí es del todo imposible de reconocer y de memorizar.
Con este problema nos plantamos en mitad de la estación de tren. Debíamos coger un billete para el día siguiente a Srimongol pero desconocíamos en que ventanilla hacerlo. Todos los carteles estaban en bengalí y a los pocos que preguntamos no nos entendían. Tras un buen rato conseguimos que un lugareño nos indicase la ventanilla correcta. El resto fue mucho más sencillo, en un papel escribimos el número del tren en bengalí, añadiendo la fecha y la hora u ¡voila!: El billete en la mano por el módico precio de 270tk, unos dos euros y medio.
Más animados decidimos intentar volver al hotel andando y esta vez si lo conseguimos, bastó guiarnos por los edificios más altos del centro de la ciudad.
Comimos en un restaurante local bastante limpio, a ratos bajo la luz de las velas, a ratos bajo las fluorescentes según iba y venía la luz.