viernes, 30 de noviembre de 2012

30. Pancasari. (Bali)


Aunque nos hubiéramos quedado más días en nuestro superlujoso alojamiento somos conscientes de que el viaje debe continuar. Por la mañana hasta las 12 del mediodía estamos en la piscina. Luego recogemos y esperamos a pie de carretera a que pase un transporte. Nuestra intención es ir al interior de la isla, a las montañas, pero no sabemos muy bien cómo hacerlo. Tomamos un bemo que nos lleva a Singaraja que nos quiere cobrar 50.000 a cada uno, protestamos y pagamos 40.000, aun así creemos que no deberíamos haber pagado más de 30.000, pero la culpa nuestra por no preguntar. Singaraja tiene dos terminales principales de autobús así que tomamos otro bemo que por 6000rupias nos traslada. De nuevo tomamos un bemo hasta Pancasari. Pagamos 25.000 rupias, estamos seguros de que es más barato, pero son ya casi las 4 de la tarde y no hay muchas opciones. Una vez en Pancasari es demasiado tarde para coger un bemo hasta Munduk, que además de por sí son más bien escasos, y las motos que se ofrecen a llevarnos nos piden al principio 100.000 rupias a cada uno, y no lo bajan de los 60.000. Finalmente decidimos quedarnos a dormir en Pancasari y ver al día siguiente cómo nos las compondremos. Total, apenas quedan unas horas de luz.. Nos hospedamos en el Hotel Pancasari, un alojamiento decadente que tuvo su momento de esplendor allá por los años 80, pero que hoy está casi abandonado. En cualquier caso aunque las habitaciones están raídas son limpias, muy grandes y pagamos 200.000. Somos los únicos huéspedes. Da un poco miedo.
Al atardecer las nubes cubren las montañas. La temperatura es fresca pero no fría. La zona se dedica principalmente al cultivo de la fresa. Paseamos por los alrededores. Los pueblos son dispersos pero muy agradables. Las vistas son también muy bonitas. Nos hallamos en el centro de una enorme caldera volcánica ya extinta. Comemos en los puestos del mercado. El paseo, la tranquilidad del pueblo y la cena nos levantan el ánimo.

jueves, 29 de noviembre de 2012

29. Permuteran. (Bali)



Toda la mañana la pasamos en la piscina y luego a la tarde cuando se vuelve a nublar nos acercamos a la costa. Permuteran apenas tiene playa de arena, la mayor parte son de cantos rodados. Además suelen ser privadas pues los grandes complejos hoteleros las ocupan. Desde luego que Permuteran no vale nada y la única razón de estar es que la relación calidad precio de los alojamientos es bastante buena y sobretodo que no está masificado.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

28. Permuteran. (Bali)



Perumuteran es un diminuto pueblo sobre el que se han levantado numerosos complejos turísticos a lo largo de la carretera de la costa. Carece de por sí de cualquier interés y es sólo válido como pueblo dormitorio para explorar los alrededores. Nosotros estamos cansados después de dos meses de viaje y aprovechando el magnífico alojamiento en el que estamos decidimos pasar todo el día a la bartola; leyendo, tomado el sol y bañándonos en la piscina. A la tarde se desarrollan nubes de evolución que cubre en cielo y cierto sentimiento de culpabilidad también nubla nuestras mentes. Así que aprovechamos para pasear por la carretera principal hasta llegar a un complejo de templos donde hay bastante actividad. Antes de entrar en los templos debemos alquilar un sari que cubra nuestras piernas. Numerosas familias acuden al templo con sus ofrendas y asisten a las ceremonias, los monos están al acecho para robar las ofrendas que son de fruta; uvas, plátanos...y a veces roban también los zapatos o las zapatillas de los feligreses. Los cuidadores, que los controlan con varas de bambú, cuando roban alguna prenda les lanzan comida para que la suelten. Los ritules balineses siempre nos provocan paz y tranquilidad así que estamos en los templos hasta que casi anochece. Debemos retornar pues no nos apetece andar de noche por una carretera, la que recorre paralela a la costa norte de la isla, con tanto y tan rápido tráfico. Cenamos en el restaurante del hotel y nos vamos a nuestra gigante. Cómoda y hermosa cama.

martes, 27 de noviembre de 2012

27. Kawah Ijen- Permuteran (Bali)



Día de transición. A las 5 de la mañana el autobús que pasa por delante de la plantación camino de Bondowoso no lo hace. Aprovechamos que ha llegado una camioneta con sacos de cemento para ofertarle que nos baje. A pesar de pagarle 30.000 rupias cada uno terminamos haciendo el viaje en la parte trasera de la pickup, mientras, sus dos amigos que estaban cazando en las montañas, y que había recogido de paso, van tan cómodamente sentados. A veces somos tontos. Es cierto que era incomodo y algo sucio, por el cemento, pero también es ella mejor forma de ver el paisaje y disfrutar del aire libre. Quizás no seamos tan tontos
Nos bajamos en el cruce entre la carretera que sube a Bondowoso y la que une por la costa Probolingo con Situbondo. Esperamos a que pase un autobús hacia Situbondo. No tarde mucho en pasar uno. Allí tomamos otro a Banyuwangi, la ciudad más cercana de Java a la isla de Bali, nuestro destino.Aunque es un poco lioso los locales nos ayudan constantemente guiándonos. En poco más de dos horas estamos en un ferry camino de la isla de Bali. Mientras esperamos a que el ferry salga vemos a unos chavales con un original modo de ganarse la vida. Desde el agua y pertrechados con unas gafas de buceo y aletas, alientan a los pasajeros a que les lancen monedas que ellos muy habilidosos atrapan en el agua sumergiéndose. Una vez el barco enciende motores ellos se retiran.
Atravesamos el estrecho que separa ambas islas, el camino es lento porque el ir y venir de barcos es intenso y eso nos obliga a esperar turno para entrar en puerto. Ya estamos en Bali. En la estación de autobuses de Gilimanuk tomamos un bakso calentito que nos calma el hambre, y esperamos a que salga el autobús hacia Singaraja.
Desde que estamos en Java hemos notado el aumento del precio en los transportes pero una vez en Bali éste se dispara así como todo lo demás, está claro que la inflación que trae al turismo es importante, por no hablar de la que nos imponen los lugareños por el hecho de ser turistas. Nosotros nos bajamos en Permuteran y encontramos una fantástica villa con piscina privada por 350.000; el paraíso. No nos creemos la suerte que hemos tenido con el alojamiento.

lunes, 26 de noviembre de 2012

26. Kawah Ijen (Java)



A las tres de la mañana, madrugada como diríamos nosotros, la llamada a la oración de la mezquita de la plantación nos arranca despiadadamente de los brazos de Morfeo. Sabíamos que no iba a hacer falta poner el despertador. ¿Pero quién cojones se levanta a las tres de la madrugada a rezar?. Bueno, pues sí que hay gente como luego pudimos comprobar. El caso es que a las tres y media nos estábamos tomando un té caliente mientras nuestros taxistas-motoristas nos esperaban pertrechados de ropa como si iniciáramos una expedición al polo norte. Hacía frío pero con el polar para nosotros era suficiente. El grupo de turistas indios se habían marchado a la una de la madrugada para ver amanecer en el volcán y a nuestras simpáticas rusas se les habían pegado las sábanas. Antes de las cuatro de la mañana iniciamos la ascensión a Pos Paltuding punto de inicio del camino hasta el lago del volcán Ijen. Aún era noche cerrada pero la luna daba suficiente luz como para distinguir las silueta de los árboles del bosque y más allá la de los volcanes. Los primeros kilómetros de carretera se hacen duros por el estado del asfalto que más bien es inexistente y saltamos de piedra en piedra, por un camino con pendientes de más del 10%. Una vez en la carretera general la cosa mejora pero el cuerpo comienza a resentirse del frio y la humedad que invaden el valle. Aunque lo peor es el estado de una de las motos que no deja de calarse e ir a trompicones. Pasamos por algunos pequeños pueblos. Muchas de las ventanas de las casas tienen ya luz y sus inquilinos comienzan la jornada. Incluso los más madrugadores ya están en la mezquita haciendo sus ablaciones. ¡A las cuatro de la mañana! Si Alá existiera y fuera misericordioso es seguro que no quisiera para sus fieles estos madrugones, porque ¿Qué más dará rezar a las cuatro que a las ocho de la mañana?. Dejando atrás estas deliberaciones religiosas continuamos nuestro ascenso por las falda del volcán durante 17 kilómetros que a mí se me hicieron largos, pero que a Gortxu se le pudo haber hecho eternos si en el último segundo su conductor no hubiera podido retomar el control de la moto antes de despeñarse por un puente. Y es que a éste conductor la moto se le quedaba grande....y a mí, mi conductor pequeño ¡porque mira que era bajito el jodío!. Que en otras circunstancias me hubiera dado igual pero con su cabeza a la altura de mi pecho me comí yo todo el frío durante el trayecto.
En el parking de Pos Paltuding  no había ningún vehículo más. Incluso la oficina estaba cerrada. Por un momento estuvimos tentados de hacer un mutis por el foro y no pagar la entrada pero nuestras jodidas y generosas conciencias tuvieron a bien aparecer en ese momento y nos obligaron a aporrear la puerta para despertar al vigilante que con cara de sueño nos abrió la oficina segundos después. Pagamos 15.000rp cada uno por el acceso y 30.000 más por la cámara de fotos. En un despiste de mi “Pepito Grillo” pase de pagar por la cámara de video. 125.000 rupias del ala que nos ahorramos. El guardia se metió el dinero al bolsillo y ni tique ni recibo ni nada. ¡Maldita sea! Si lo llegamos a saber..... Acordamos con nuestros moteros que nos volvieran a buscar a las dos de la tarde tiempo más que suficiente, creíamos, para disfrutar del volcán.
Eran las cuatro y media pasadas cuando iniciamos el ascenso. El cielo ya mostraba los primero reflejos del amanecer. Estaba claro que no lo veríamos desde el volcán aunque tampoco nos importaba. El sendero de tres kilómetros que une Pos Paltuding con el cráter tiene pendientes de hasta el 17%. Pero al ser un camino tan corto no se nos hizo duro. De hecho teníamos planeado cubrirlo en hora y media y lo hicimos en apenas una hora. Por el camino nos encontramos con los primeros mineros que subían con sus cestos vacíos. Nos saludábamos y alguno que otro hacía el amago de convertirse en nuestro guía. Pero desde el principio les dejábamos las cosas claras, así ni uno ni otros perdíamos el tiempo, ni había lugar a malentendidos. Comprendíamos a la perfección su deseo de poder cazar algún turista en el trayecto pues sacaría casi tanto dinero que cargando 60 kilos de azufre durante 4 kilómetros, pero nosotros no queríamos guía. Queríamos disfrutar a nuestro modo, es decir, a nuestro aire.



La bruma impedía a sol llenar con su luz el valle. Sabíamos que había amanecido, veíamos a la perfección el camino y todo el paisaje que nos rodeaba, pero aún no sabíamos por donde. A nuestra derecha intuíamos al sol. Poco antes de llegar al lago los primeros rayos de sol nos calentaron la cara. Hacía tiempo que nos habíamos quitado el polar y la chamarra, las pendientes eran de aúpa, pero era agradable sentir el calor en nuestras mejillas. El paisaje que nos rodeaba era hermoso. Allá donde miráramos la silueta de los volcanes nos recordaban donde estábamos. Nos cruzamos con el grupo de indios que bajaban ya. Habían acudido a ver un amanecer que por la situación de las montañas era imposible ver. Y ahora, tras el amanecer, cuando era posible ver y disfrutar del volcán con su lago, se daban media vuelta e iniciaban el descenso para subirse a un todoterreno y continuar su supermegaapretadotour que no sirve más que para decir yo he estado allí en un viaje relámpago. Hay cosas que nunca entenderemos.
La última parte del sendero es prácticamente plana. El paisaje poco a poco se ha vuelto más árido y un reciente incendio contribuye aún más a tener la sensación de estar en un planeta extraterrestre y árido. La bruma está presente por todas partes y el viento la condensa o la diluye a su antojo. El olor a azufre es casi imperceptible. Y de repente ahí está. Nos quedamos clavados en el suelo. No nos lo esperábamos así de sopetón. Nos encontramos en el borde del cráter. Frente a nosotros una enorme colada en forma de abanico se extiende desde el fondo del cono volcánico a casi doscientos metros de profundidad. El lago de un kilómetro de diámetro tiene un extraño e hipnotizador color turquesa. La enorme fumarola blanca que asciende desde el fondo no permite verlo en su totalidad. Parece un paisaje de otro mundo. O de éste pero de épocas pasadas. El suelo es de un color oro árido. Las líneas de los sedimentos quedan al descubierto y dan profundidad al sendero que conduce al cráter. Los troncos de los arbustos retorcidos por el viento primero y desnudados por el fuego después le dan un toque fantasmagórico, como de Tim Burton. Parecen haberse embebido del sufrimiento de los mineros. Ahora estamos expuestos al viento por lo que nos volvemos a poner los polares. Nos cruzamos con los turistas que han esperado al amanecer y que comienzan el descenso. Están ateridos de frío. Esperemos que la bruma se despeje y deje que el sol nos caliente aunque la cumbre de la montaña se levanta casi perpendicular sobre nosotros interponiéndose entre el sol y nosotros. Durante unas horas el cráter seguirá bajo las sombras. 




Bordeamos el cráter durante unos trescientos metros hasta que el sedero gira a la izquierda y enfila hacia el centro del volcán. En el pasado mes de mayo la Agencia Sismológica de Indonesia elevó la alerta de erupción a “Aviso” por registrar un aumento de la actividad volcánica. Incluso durante unos días los mineros tuvieron prohibido bajar al cráter. Afortunadamente la alerta había bajado un escalón, hasta “Vigilancia”, por lo que no había riesgo de erupción inminente. Aún así la fumarola de azufre era más fuerte de lo habitual, lo que había obligado a las autoridades indonesias a colocar a un policía al inicio del descenso al cráter, para impedir que ningún turista se acercase más de lo necesario. El pobre estaba acurrucado en una esquina al refugio de una piedra temblando de frío. Eso sí el pulso no le temblaba para denegar el paso a todo aquel que no fuera minero. La decena de turistas que allí estábamos nos distribuimos por los dos miradores que hay en las inmediaciones y nos dedicamos a disfrutar del espectáculo, mientras, de vez en cuando echábamos un ojo al policía a ver si había fallecido de frío. Pero iba a ser que no, que iba bien abrigado.



El espectáculo que se desarrollaba frente a nosotros nos hizo olvidar pronto al policía. Los mineros comenzaban el primero de los dos descensos diarios hasta el fondo del cráter. 197m de profundidad que salvaban por un estrecho y resbaladizo sendero. Para defenderse de las fumarolas de azufre, un pañuelo mojado en agua, para descender por el sendero unas botas de goma, para cargar con los 70 kilos de azufre… unos callos en sus hombros del tamaño de un puño y para soportar todo ello junto, una sonrisa y unas canciones cuando las toses les dejaban.
Hay trabajos que deberían estar prohibidos y éste es uno de ellos.
Sentados vimos llegar y marchar a unos cuantos turistas, no muchos. Vimos descender más mineros. Jóvenes y no tan jóvenes porque viejos, lo que se dice viejos, aquí no se ven, el azufre se los lleva antes de que envejezcan. Bajan pertrechados de sus dos cestos de mimbre unidos por una vara plana de bambú, su pañuelo y su cigarro en la mano. ¡Cualquiera le recrimina su tabaquismo! Algunos bajan en grupos, otros prefieren no esperar. Todos se ríen y nos señalan al policía, que muerto de frío sigue impávido en su puesto. Sabedores de que es insobornable, y que han perdido una fuente de ingresos al no poder los turistas descender al cráter, algunos se ofrecen como fotógrafos a sueldo. A las seis de la mañana los mineros más madrugadores comienzan a ascender cargados de azufre. Su paso es lento, muerden el pañuelo no sé si como medio seguro de respirar o para canalizar su dolor.
Con cada paso la vara de bambú cruje bajo los 70 kilos azufre. El minero también crujiría pero para ello tendría que soltar su pañuelo, algo que no puede permitirse. Ni ellos que son sobrehumanos pueden ascender del tirón. Hacen numerosas pausas. Algunas para descansar, otras para fumar un cigarrito, las menos asfixiados por las nubes de azufre. Desde arriba tenemos una inmejorable pero dolorosa visión de todo lo que ocurre allá abajo, en el infierno amarillo. De vez en cuando el viento cambia de dirección y fuerza y nos impide la visión. Incluso a veces, y a pesar de la distancia, la nube de azufre nos envuelve y nos obliga a respirar a través del pañuelo, mientras nuestros pulmones irritados protestan con toses. Una vez arriba nos sonríen y nos piden que les saquemos fotos. No lo hacemos porque sabemos que no son gratis. Les hacemos robados desde la distancia. Nos sentimos incómodos, ¿no es suficiente con que el volcán les robe la vida?
A las ocho de la mañana ya no queda ningún turista. A través del tele observamos lo que ocurre en el fondo del cráter.
El sol ha rebasado la montaña y una nueva luz comienza a invadir el lago. Como queriéndonos hacer un favor el viento arrastra lejos la nube de azufre. Ahora, a pesar de todo, es realmente bello. El azufre brilla como con luz propia. El lago de un inmaculado azul turquesa parece pintado sobre el paisaje. ¿A qué cojones ir a ver amanecer si es ahora cuando el volcán se muestra en todo su esplendor?. Dejo a Gortxu, que toma fotos sin parar y bordeo el lado derecho del cráter. Un cartel prohíbe el paso, pero lo cierto es que es un sendero seguro......si no hay niebla. Parece que el sendero da toda la vuelta al cráter, así que me doy media vuelta para que Gortxu no se preocupe. Las vistas desde este punto también son perfectas.
El ambiente se va caldeando y parece que las nubes van a aumentar así que, esta vez los dos juntos, iniciamos de nuevo el camino por el lado derecho del cráter, pero apenas nos da tiempo a tomar una foto antes de que la bruma lo tome por completo. Ya nos habían advertido que una vez que sol incidía directamente sobre el cráter la nube de azufre no se disuelve e impide ver el fondo.
Así pues damos por concluida nuestra visita al volcán. Dispuestos a abandonar entablamos conversación con uno de los mineros que ha dejado su carga apoyada entre unas piedras, a lo largo de todo el camino han dispuesto puntos de descanso donde dejar sus cestas cargadas de forma segura, mientras se fuma un cigarro. Nos pregunta si hemos bajado al cráter. Le decimos que hay un policía que lo impide. Nos guiña un ojo mientras nos confiesa que el policía ha marchado y no volverá por hoy. Nos ve dubitativos y temerosos. ¿Nos preocupa el humo? “No hay problema”, dice, “cuando os envuelva la nube os tapáis la boca con un pañuelo humedecido en agua, os paráis y os giráis y esperáis a que se disuelva”. “¡No hay peligro!”, exclama, acompañándolo de una tos que para nada nos infunde valor. Pero solo tenemos esta oportunidad así que nos damos media vuelta y empezamos a descender al infierno. Desde arriba la bruma sulfurosa lo cubre todo y no se ve el fondo del cráter. Con bastante inseguridad y algo temerosos humedecemos los pañuelos, y nos los anudamos a la cabeza. Conforme descendemos, poco a poco, la atmósfera se va aclarando. El viento sopla a nuestro favor y aleja la nube de nosotros. Descendemos todo lo rápido que el camino nos lo permite e intentando no molestar a los mineros. Algunos se sorprenden de vernos allí y nos pregunta por el policía. “No está”, les contestamos. Recorridos tres cuartas partes del trayecto las cosas comienzan a verse de forma distinta. Oímos la fumarola que sale a presión, los golpes del hierro que saca los bloques de azufre, y lo que nos agobia más, las toses de los mineros. Entonces la suerte nos abandona y vemos como la fumarola se acerca a nosotros y nos envuelve. El azufre nos irrita los ojos así que los cerramos, pero aunque los hubiéramos mantenido abiertos no hubiésemos visto más que una niebla amarillenta. Damos la espalda a la nube y encorvamos nuestros cuerpos. Comenzamos a respirar por nuestros trapos mojados, alivia pero no es suficiente. Nuestros pulmones se irritan y lo traducen como falta de aire. Tenemos el instinto de quitarnos los pañuelos para respirar mejor pero nuestro neocortex se impone. Sabemos que solo empeoraría las cosas. Nos concentramos en respirar lenta y relajadamente. Intentamos no toser. Nos falta el aire. Notamos una ráfaga de viento a nuestra espalda. La fumarola se disuelve, volvemos a respirar. Han sido unos segundos eternos. 



El camino vuelve a estar libre de nubes tóxicas y llegamos al fondo del cráter. Una mezcla de miedo y satisfacción nos invade. Satisfacción por haber llegado al centro del infierno y miedo al ver esa fumarola amarilla y tóxica, a escasos 20 metros, salir con una fuerza descomunal a través de unos bidones. No puedo evitar pensar que si nos atrapa no habrá pañuelo que valga. Los mineros que están cargando sus cestos nos saludan con alegría y sorpresa. El encargado de la extracción, vestido con buzo, casco y mascarilla-respirador, está encantado de enseñarnos su lugar de trabajo. Nos acercamos a él con el mismo miedo que si trabajara con serpientes venenosas. 



No hay tiempo que perder, cuanto más permanezcamos allá abajo más papeletas tenemos para que nos ocurra algo. Aunque lo cierto es que allí abajo es donde menos humo hay, pues la fumarola sale con tal fuerza que se eleva varios metros por encima de nosotros como si de un elemento sólido se tratase. El lago está precioso, ácido pero precioso. Es como estar en el ojo del huracán. Si miramos hacia arriba no vemos más que la nube tóxica, ni tan siquiera vemos el borde del cráter, pero a nuestro alrededor todo es color. El intenso azul turquesa del lago, el amarillo puro del azufre de suelo. Un reguero de color rojo, que no sabemos qué es, salpica aquí y allá el suelo y termina drenando al lago.
Más y más fotos.



Esperamos a que el viento cambie y aleje el humo lo más posible del camino de ascenso. Empezamos a subir acompañados de un grupo de mineros que suben cantando. Apenas hemos subido unos metros cuando vemos a la fumarola avanzar sobre nosotros como si de una avalancha se tratase. Por un momento me viene a la cabeza la imagen de una nube piroplástica. ¡Mierda de documentales de La2! ¿No sería mejor ver Sálvame?....No, prefiero la nube piroplástica que a Jorge Javier.....es menos ácida y dañina para el cerebro.
No somos capaces de mantener los ojos abiertos. Aún cerrados nos escuecen. Noto a través de los párpados como cae la intensidad de la luz. Esta vez la nube nos ha atrapado bien. El pañuelo es insuficiente y además se nos ha olvidado remojarlo antes de iniciar el ascenso. Durante unos segundos no puedo respirar, agito el cuerpo de un lado a otro intentando buscar aire. Estamos subiendo y el esfuerzo hace que mis necesidades de aire sean mayores. Separo el pañuelo de la boca unos milímetros porque el flujo de aire me es insuficiente. El azufre me invade la garganta y comienzo a toser. Tengo que abrir los ojos e intentar escapar. Veo a Gortxu a mi lado. Está rojo y no tiene buen aspecto. Le pregunto que qué tal. Me dice que mal, que le pase agua. Me asusto.
Comienzo a perder el control. Entre toses le digo que subamos que no podemos estar quietos. El me agarra y me tranquiliza. “No te muevas, respira despacio y pásame el agua”. Intento buscar a los mineros que estaban a nuestro lado pero no los veo. Están cerca porque les oigo toser. Remojamos los pañuelos. La nube persiste pero en ese momento menos intensa. Ahora es como la primera que nos atrapó. Eso me tranquiliza. Eso y que comienzo a ver a mi alrededor más allá de un metro. ¡Joder! No han sido más de 30 segundos pero me han parecido minutos. Nos ponemos nuestras cámaras a las espaldas, ya no va a ver paraditas hasta llegar arriba, no queremos volver a pasar por esto. No hay más comentarios, nos centramos en ascender sin molestar a los mineros que lógicamente con 70 kilos a la espalda van más lentos. Más arriba de la mitad del camino comprendemos que aunque la nube nos vuelva a atrapar, esta ya estará suficientemente diluida como para no agobiarnos. Ese pensamiento nos relaja y volvemos a disfrutar del momento. Hacemos un alto para retomar aire. Miramos hacia abajo y vemos a los mineros. Es increíble que sean capaces de subir con 70 kilos a la espalda cuando nosotros ni tan siquiera podemos con nuestro litro de agua. Por más que agitamos la cabeza no conseguimos entenderlo. No entendemos como unas personas tienen la fuerza suficiente como para hacerlo, ni entendemos como se permite estas condiciones de trabajo.
Una vez arriba una última mirada y nos despedimos del infierno amarillo.



Por el camino hablamos con un lugareño. Nos pide que le saquemos unas fotos pero le decimos que no, que no tenemos dinero y que ya se nos han acabado las galletas que llevábamos. Aún así nos regala unos pequeños trozos de azufre tallados en forma de tortugas. Nos resistimos a aceptarlo, pero él insiste no quiere dinero, solo quiere hablar. Tiene 53 años y lleva trabajando 35 en el volcán. Su espalda está torcida y encima de sus omóplatos dos callos duros como piedras del tamaño de una mano. La piel de sus hombros es morada de las microvarices que se le han desarrollado por el peso. Su piel está curtida doblemente por el sol y por el azufre. Grandes arrugas cruzan su rostro, todas cuentan su triste historia. Tiene dos hijos que también trabajan en el volcán aunque él no quiere. Ni siquiera duerme en el pueblo, duerme en la caseta de té donde pesan el azufre. Por la noche pasa frío y nos pide algo de ropa. No podemos darle el polar pues aún nos quedan las montañas de Bali. Le damos una de las camisetas que tenemos. Lo recibe como si se tratara de un abrigo de pieles. “No es vida” le decimos. “No, no es vida” nos responde alzando los brazos para abrazarnos. Así lo hacemos, nos abrazamos y nos da dos besos. Los abrazos no lo alimentan ni le calientan pero le reconfortan, y nuestro reconocimiento le ayuda a seguir. Le dejamos descansando y seguimos descendiendo. Paramos en la casa del té y vemos llegar a un minero tras otro. Pesan su carga: 65kg, 55kg, 63kg, 73kg.....¡90Kg!. Nos enseñan el recibo de lo que cobran: 900 rupias por kilo. Y están contentos porque han llegado a cobrar 600 cuando el precio del azufre bajó en el mercado. ¡6€!. 6€ por bajar al cráter, intoxicarse con azufre, ascender casi en perpendicular 200m y bajar 3km por un camino con unas pendientes del 17%, todo con 70 kilos a la espalda.
Llega el minero con el que habíamos hablado. 50kg. Nos sonríe y se frota las rodillas para decirnos que le duelen que ya no puede con mucho peso. Le sonreíamos. No acercamos a él. Le estrechamos una vez más la mano. Gortxu abre su mochila y le da su polar. Ya nos arreglaremos en Bali. Nos da las gracias. Nos da vergüenza recibirlas. ¿Hemos hecho algo meritorio? Definitivamente no.