A las tres
de la mañana, madrugada como diríamos nosotros, la llamada a la oración de la
mezquita de la plantación nos arranca despiadadamente de los brazos de Morfeo.
Sabíamos que no iba a hacer falta poner el despertador. ¿Pero quién cojones se
levanta a las tres de la madrugada a rezar?. Bueno, pues sí que hay gente como
luego pudimos comprobar. El caso es que a las tres y media nos estábamos
tomando un té caliente mientras nuestros taxistas-motoristas nos esperaban
pertrechados de ropa como si iniciáramos una expedición al polo norte. Hacía
frío pero con el polar para nosotros era suficiente. El grupo de turistas
indios se habían marchado a la una de la madrugada para ver amanecer en el
volcán y a nuestras simpáticas rusas se les habían pegado las sábanas. Antes de
las cuatro de la mañana iniciamos la ascensión a Pos Paltuding punto de inicio
del camino hasta el lago del volcán Ijen. Aún era noche cerrada pero la luna
daba suficiente luz como para distinguir las silueta de los árboles del bosque
y más allá la de los volcanes. Los primeros kilómetros de carretera se hacen
duros por el estado del asfalto que más bien es inexistente y saltamos de
piedra en piedra, por un camino con pendientes de más del 10%. Una vez en la
carretera general la cosa mejora pero el cuerpo comienza a resentirse del frio
y la humedad que invaden el valle. Aunque lo peor es el estado de una de las
motos que no deja de calarse e ir a trompicones. Pasamos por algunos pequeños
pueblos. Muchas de las ventanas de las casas tienen ya luz y sus inquilinos
comienzan la jornada. Incluso los más madrugadores ya están en la mezquita
haciendo sus ablaciones. ¡A las cuatro de la mañana! Si Alá existiera y fuera
misericordioso es seguro que no quisiera para sus fieles estos madrugones,
porque ¿Qué más dará rezar a las cuatro que a las ocho de la mañana?. Dejando
atrás estas deliberaciones religiosas continuamos nuestro ascenso por las falda
del volcán durante 17 kilómetros que a mí se me hicieron largos, pero que a
Gortxu se le pudo haber hecho eternos si en el último segundo su conductor no
hubiera podido retomar el control de la moto antes de despeñarse por un puente.
Y es que a éste conductor la moto se le quedaba grande....y a mí, mi conductor
pequeño ¡porque mira que era bajito el jodío!. Que en otras circunstancias me
hubiera dado igual pero con su cabeza a la altura de mi pecho me comí yo todo
el frío durante el trayecto.
En el
parking de Pos Paltuding no había ningún
vehículo más. Incluso la oficina estaba cerrada. Por un momento estuvimos
tentados de hacer un mutis por el foro y no pagar la entrada pero nuestras
jodidas y generosas conciencias tuvieron a bien aparecer en ese momento y nos
obligaron a aporrear la puerta para despertar al vigilante que con cara de
sueño nos abrió la oficina segundos después. Pagamos 15.000rp cada uno por el
acceso y 30.000 más por la cámara de fotos. En un despiste de mi “Pepito
Grillo” pase de pagar por la cámara de video. 125.000 rupias del ala que nos
ahorramos. El guardia se metió el dinero al bolsillo y ni tique ni recibo ni
nada. ¡Maldita sea! Si lo llegamos a saber..... Acordamos con nuestros moteros
que nos volvieran a buscar a las dos de la tarde tiempo más que suficiente, creíamos,
para disfrutar del volcán.
Eran las
cuatro y media pasadas cuando iniciamos el ascenso. El cielo ya mostraba los
primero reflejos del amanecer. Estaba claro que no lo veríamos desde el volcán
aunque tampoco nos importaba. El sendero de tres kilómetros que une Pos Paltuding
con el cráter tiene pendientes de hasta el 17%. Pero al ser un camino tan corto
no se nos hizo duro. De hecho teníamos planeado cubrirlo en hora y media y lo
hicimos en apenas una hora. Por el camino nos encontramos con los primeros
mineros que subían con sus cestos vacíos. Nos saludábamos y alguno que otro
hacía el amago de convertirse en nuestro guía. Pero desde el principio les
dejábamos las cosas claras, así ni uno ni otros perdíamos el tiempo, ni había
lugar a malentendidos. Comprendíamos a la perfección su deseo de poder cazar
algún turista en el trayecto pues sacaría casi tanto dinero que cargando 60
kilos de azufre durante 4 kilómetros, pero nosotros no queríamos guía.
Queríamos disfrutar a nuestro modo, es decir, a nuestro aire.
La bruma
impedía a sol llenar con su luz el valle. Sabíamos que había amanecido, veíamos
a la perfección el camino y todo el paisaje que nos rodeaba, pero aún no
sabíamos por donde. A nuestra derecha intuíamos al sol. Poco antes de llegar al
lago los primeros rayos de sol nos calentaron la cara. Hacía tiempo que nos
habíamos quitado el polar y la chamarra, las pendientes eran de aúpa, pero era
agradable sentir el calor en nuestras mejillas. El paisaje que nos rodeaba era
hermoso. Allá donde miráramos la silueta de los volcanes nos recordaban donde
estábamos. Nos cruzamos con el grupo de indios que bajaban ya. Habían acudido a
ver un amanecer que por la situación de las montañas era imposible ver. Y
ahora, tras el amanecer, cuando era posible ver y disfrutar del volcán con su
lago, se daban media vuelta e iniciaban el descenso para subirse a un
todoterreno y continuar su supermegaapretadotour que no sirve más que para
decir yo he estado allí en un viaje relámpago. Hay cosas que nunca
entenderemos.
La última
parte del sendero es prácticamente plana. El paisaje poco a poco se ha vuelto
más árido y un reciente incendio contribuye aún más a tener la sensación de
estar en un planeta extraterrestre y árido. La bruma está presente por todas
partes y el viento la condensa o la diluye a su antojo. El olor a azufre es
casi imperceptible. Y de repente ahí está. Nos quedamos clavados en el suelo.
No nos lo esperábamos así de sopetón. Nos encontramos en el borde del cráter.
Frente a nosotros una enorme colada en forma de abanico se extiende desde el
fondo del cono volcánico a casi doscientos metros de profundidad. El lago de un
kilómetro de diámetro tiene un extraño e hipnotizador color turquesa. La enorme
fumarola blanca que asciende desde el fondo no permite verlo en su totalidad.
Parece un paisaje de otro mundo. O de éste pero de épocas pasadas. El suelo es
de un color oro árido. Las líneas de los sedimentos quedan al descubierto y dan
profundidad al sendero que conduce al cráter. Los troncos de los arbustos
retorcidos por el viento primero y desnudados por el fuego después le dan un
toque fantasmagórico, como de Tim Burton. Parecen haberse embebido del
sufrimiento de los mineros. Ahora estamos expuestos al viento por lo que nos
volvemos a poner los polares. Nos cruzamos con los turistas que han esperado al
amanecer y que comienzan el descenso. Están ateridos de frío. Esperemos que la
bruma se despeje y deje que el sol nos caliente aunque la cumbre de la montaña
se levanta casi perpendicular sobre nosotros interponiéndose entre el sol y
nosotros. Durante unas horas el cráter seguirá bajo las sombras.
Bordeamos el
cráter durante unos trescientos metros hasta que el sedero gira a la izquierda
y enfila hacia el centro del volcán. En el pasado mes de mayo la Agencia
Sismológica de Indonesia elevó la alerta de erupción a “Aviso” por registrar un
aumento de la actividad volcánica. Incluso durante unos días los mineros
tuvieron prohibido bajar al cráter. Afortunadamente la alerta había bajado un
escalón, hasta “Vigilancia”, por lo que no había riesgo de erupción inminente.
Aún así la fumarola de azufre era más fuerte de lo habitual, lo que había
obligado a las autoridades indonesias a colocar a un policía al inicio del
descenso al cráter, para impedir que ningún turista se acercase más de lo
necesario. El pobre estaba acurrucado en una esquina al refugio de una piedra
temblando de frío. Eso sí el pulso no le temblaba para denegar el paso a todo
aquel que no fuera minero. La decena de turistas que allí estábamos nos
distribuimos por los dos miradores que hay en las inmediaciones y nos dedicamos
a disfrutar del espectáculo, mientras, de vez en cuando echábamos un ojo al
policía a ver si había fallecido de frío. Pero iba a ser que no, que iba bien
abrigado.
El
espectáculo que se desarrollaba frente a nosotros nos hizo olvidar pronto al policía.
Los mineros comenzaban el primero de los dos descensos diarios hasta el fondo
del cráter. 197m de profundidad que salvaban por un estrecho y resbaladizo
sendero. Para defenderse de las fumarolas de azufre, un pañuelo mojado en agua,
para descender por el sendero unas botas de goma, para cargar con los 70 kilos
de azufre… unos callos en sus hombros del tamaño de un puño y para soportar
todo ello junto, una sonrisa y unas canciones cuando las toses les dejaban.
Hay
trabajos que deberían estar prohibidos y éste es uno de ellos.
Sentados
vimos llegar y marchar a unos cuantos turistas, no muchos. Vimos descender más
mineros. Jóvenes y no tan jóvenes porque viejos, lo que se dice viejos, aquí no
se ven, el azufre se los lleva antes de que envejezcan. Bajan pertrechados de
sus dos cestos de mimbre unidos por una vara plana de bambú, su pañuelo y su
cigarro en la mano. ¡Cualquiera le recrimina su tabaquismo! Algunos bajan en
grupos, otros prefieren no esperar. Todos se ríen y nos señalan al policía, que
muerto de frío sigue impávido en su puesto. Sabedores de que es insobornable, y
que han perdido una fuente de ingresos al no poder los turistas descender al
cráter, algunos se ofrecen como fotógrafos a sueldo. A las seis de la mañana
los mineros más madrugadores comienzan a ascender cargados de azufre. Su paso
es lento, muerden el pañuelo no sé si como medio seguro de respirar o para
canalizar su dolor.
Con cada paso la vara de bambú cruje bajo los 70 kilos azufre.
El minero también crujiría pero para ello tendría que soltar su pañuelo, algo
que no puede permitirse. Ni ellos que son sobrehumanos pueden ascender del
tirón. Hacen numerosas pausas. Algunas para descansar, otras para fumar un
cigarrito, las menos asfixiados por las nubes de azufre. Desde arriba tenemos
una inmejorable pero dolorosa visión de todo lo que ocurre allá abajo, en el
infierno amarillo. De vez en cuando el viento cambia de dirección y fuerza y
nos impide la visión. Incluso a veces, y a pesar de la distancia, la nube de
azufre nos envuelve y nos obliga a respirar a través del pañuelo, mientras
nuestros pulmones irritados protestan con toses. Una vez arriba nos sonríen y
nos piden que les saquemos fotos. No lo hacemos porque sabemos que no son
gratis. Les hacemos robados desde la distancia. Nos sentimos incómodos, ¿no es
suficiente con que el volcán les robe la vida?
A las ocho
de la mañana ya no queda ningún turista. A través del tele observamos lo que
ocurre en el fondo del cráter.
El sol ha
rebasado la montaña y una nueva luz comienza a invadir el lago. Como
queriéndonos hacer un favor el viento arrastra lejos la nube de azufre. Ahora,
a pesar de todo, es realmente bello. El azufre brilla como con luz propia. El
lago de un inmaculado azul turquesa parece pintado sobre el paisaje. ¿A qué
cojones ir a ver amanecer si es ahora cuando el volcán se muestra en todo su
esplendor?. Dejo a Gortxu, que toma fotos sin parar y bordeo el lado derecho
del cráter. Un cartel prohíbe el paso, pero lo cierto es que es un sendero
seguro......si no hay niebla. Parece que el sendero da toda la vuelta al cráter,
así que me doy media vuelta para que Gortxu no se preocupe. Las vistas desde
este punto también son perfectas.
El ambiente
se va caldeando y parece que las nubes van a aumentar así que, esta vez los dos
juntos, iniciamos de nuevo el camino por el lado derecho del cráter, pero
apenas nos da tiempo a tomar una foto antes de que la bruma lo tome por
completo. Ya nos habían advertido que una vez que sol incidía directamente
sobre el cráter la nube de azufre no se disuelve e impide ver el fondo.
Así pues
damos por concluida nuestra visita al volcán. Dispuestos a abandonar entablamos
conversación con uno de los mineros que ha dejado su carga apoyada entre unas
piedras, a lo largo de todo el camino han dispuesto puntos de descanso donde
dejar sus cestas cargadas de forma segura, mientras se fuma un cigarro. Nos
pregunta si hemos bajado al cráter. Le decimos que hay un policía que lo
impide. Nos guiña un ojo mientras nos confiesa que el policía ha marchado y no
volverá por hoy. Nos ve dubitativos y temerosos. ¿Nos preocupa el humo? “No hay
problema”, dice, “cuando os envuelva la nube os tapáis la boca con un pañuelo
humedecido en agua, os paráis y os giráis y esperáis a que se disuelva”. “¡No
hay peligro!”, exclama, acompañándolo de una tos que para nada nos infunde
valor. Pero solo tenemos esta oportunidad así que nos damos media vuelta y
empezamos a descender al infierno. Desde arriba la bruma sulfurosa lo cubre
todo y no se ve el fondo del cráter. Con bastante inseguridad y algo temerosos
humedecemos los pañuelos, y nos los anudamos a la cabeza. Conforme descendemos,
poco a poco, la atmósfera se va aclarando. El viento sopla a nuestro favor y
aleja la nube de nosotros. Descendemos todo lo rápido que el camino nos lo
permite e intentando no molestar a los mineros. Algunos se sorprenden de vernos
allí y nos pregunta por el policía. “No está”, les contestamos. Recorridos tres
cuartas partes del trayecto las cosas comienzan a verse de forma distinta.
Oímos la fumarola que sale a presión, los golpes del hierro que saca los
bloques de azufre, y lo que nos agobia más, las toses de los mineros. Entonces
la suerte nos abandona y vemos como la fumarola se acerca a nosotros y nos
envuelve. El azufre nos irrita los ojos así que los cerramos, pero aunque los
hubiéramos mantenido abiertos no hubiésemos visto más que una niebla
amarillenta. Damos la espalda a la nube y encorvamos nuestros cuerpos.
Comenzamos a respirar por nuestros trapos mojados, alivia pero no es
suficiente. Nuestros pulmones se irritan y lo traducen como falta de aire.
Tenemos el instinto de quitarnos los pañuelos para respirar mejor pero nuestro
neocortex se impone. Sabemos que solo empeoraría las cosas. Nos concentramos en
respirar lenta y relajadamente. Intentamos no toser. Nos falta el aire. Notamos
una ráfaga de viento a nuestra espalda. La fumarola se disuelve, volvemos a
respirar. Han sido unos segundos eternos.
El camino
vuelve a estar libre de nubes tóxicas y llegamos al fondo del cráter. Una
mezcla de miedo y satisfacción nos invade. Satisfacción por haber llegado al
centro del infierno y miedo al ver esa fumarola amarilla y tóxica, a escasos 20
metros, salir con una fuerza descomunal a través de unos bidones. No puedo
evitar pensar que si nos atrapa no habrá pañuelo que valga. Los mineros que
están cargando sus cestos nos saludan con alegría y sorpresa. El encargado de
la extracción, vestido con buzo, casco y mascarilla-respirador, está encantado
de enseñarnos su lugar de trabajo. Nos acercamos a él con el mismo miedo que si
trabajara con serpientes venenosas.
No hay
tiempo que perder, cuanto más permanezcamos allá abajo más papeletas tenemos
para que nos ocurra algo. Aunque lo cierto es que allí abajo es donde menos
humo hay, pues la fumarola sale con tal fuerza que se eleva varios metros por
encima de nosotros como si de un elemento sólido se tratase. El lago está
precioso, ácido pero precioso. Es como estar en el ojo del huracán. Si miramos
hacia arriba no vemos más que la nube tóxica, ni tan siquiera vemos el borde
del cráter, pero a nuestro alrededor todo es color. El intenso azul turquesa
del lago, el amarillo puro del azufre de suelo. Un reguero de color rojo, que
no sabemos qué es, salpica aquí y allá el suelo y termina drenando al lago.
Esperamos a
que el viento cambie y aleje el humo lo más posible del camino de ascenso.
Empezamos a subir acompañados de un grupo de mineros que suben cantando. Apenas
hemos subido unos metros cuando vemos a la fumarola avanzar sobre nosotros como
si de una avalancha se tratase. Por un momento me viene a la cabeza la imagen
de una nube piroplástica. ¡Mierda de documentales de La2! ¿No sería mejor ver
Sálvame?....No, prefiero la nube piroplástica que a Jorge Javier.....es menos
ácida y dañina para el cerebro.
No somos
capaces de mantener los ojos abiertos. Aún cerrados nos escuecen. Noto a través
de los párpados como cae la intensidad de la luz. Esta vez la nube nos ha
atrapado bien. El pañuelo es insuficiente y además se nos ha olvidado remojarlo
antes de iniciar el ascenso. Durante unos segundos no puedo respirar, agito el
cuerpo de un lado a otro intentando buscar aire. Estamos subiendo y el esfuerzo
hace que mis necesidades de aire sean mayores. Separo el pañuelo de la boca
unos milímetros porque el flujo de aire me es insuficiente. El azufre me invade
la garganta y comienzo a toser. Tengo que abrir los ojos e intentar escapar.
Veo a Gortxu a mi lado. Está rojo y no tiene buen aspecto. Le pregunto que qué
tal. Me dice que mal, que le pase agua. Me asusto.
Comienzo a perder el
control. Entre toses le digo que subamos que no podemos estar quietos. El me
agarra y me tranquiliza. “No te muevas, respira despacio y pásame el agua”.
Intento buscar a los mineros que estaban a nuestro lado pero no los veo. Están
cerca porque les oigo toser. Remojamos los pañuelos. La nube persiste pero en
ese momento menos intensa. Ahora es como la primera que nos atrapó. Eso me
tranquiliza. Eso y que comienzo a ver a mi alrededor más allá de un metro.
¡Joder! No han sido más de 30 segundos pero me han parecido minutos. Nos
ponemos nuestras cámaras a las espaldas, ya no va a ver paraditas hasta llegar
arriba, no queremos volver a pasar por esto. No hay más comentarios, nos
centramos en ascender sin molestar a los mineros que lógicamente con 70 kilos a
la espalda van más lentos. Más arriba de la mitad del camino comprendemos que
aunque la nube nos vuelva a atrapar, esta ya estará suficientemente diluida
como para no agobiarnos. Ese pensamiento nos relaja y volvemos a disfrutar del
momento. Hacemos un alto para retomar aire. Miramos hacia abajo y vemos a los
mineros. Es increíble que sean capaces de subir con 70 kilos a la espalda
cuando nosotros ni tan siquiera podemos con nuestro litro de agua. Por más que
agitamos la cabeza no conseguimos entenderlo. No entendemos como unas personas
tienen la fuerza suficiente como para hacerlo, ni entendemos como se permite
estas condiciones de trabajo.
Una vez
arriba una última mirada y nos despedimos del infierno amarillo.
Por el
camino hablamos con un lugareño. Nos pide que le saquemos unas fotos pero le
decimos que no, que no tenemos dinero y que ya se nos han acabado las galletas
que llevábamos. Aún así nos regala unos pequeños trozos de azufre tallados en
forma de tortugas. Nos resistimos a aceptarlo, pero él insiste no quiere
dinero, solo quiere hablar. Tiene 53 años y lleva trabajando 35 en el volcán.
Su espalda está torcida y encima de sus omóplatos dos callos duros como piedras
del tamaño de una mano. La piel de sus hombros es morada de las microvarices
que se le han desarrollado por el peso. Su piel está curtida doblemente por el
sol y por el azufre. Grandes arrugas cruzan su rostro, todas cuentan su triste
historia. Tiene dos hijos que también trabajan en el volcán aunque él no
quiere. Ni siquiera duerme en el pueblo, duerme en la caseta de té donde pesan
el azufre. Por la noche pasa frío y nos pide algo de ropa. No podemos darle el
polar pues aún nos quedan las montañas de Bali. Le damos una de las camisetas
que tenemos. Lo recibe como si se tratara de un abrigo de pieles. “No es vida”
le decimos. “No, no es vida” nos responde alzando los brazos para abrazarnos.
Así lo hacemos, nos abrazamos y nos da dos besos. Los abrazos no lo alimentan
ni le calientan pero le reconfortan, y nuestro reconocimiento le ayuda a
seguir. Le dejamos descansando y seguimos descendiendo. Paramos en la casa del
té y vemos llegar a un minero tras otro. Pesan su carga: 65kg, 55kg, 63kg,
73kg.....¡90Kg!. Nos enseñan el recibo de lo que cobran: 900 rupias por kilo. Y
están contentos porque han llegado a cobrar 600 cuando el precio del azufre
bajó en el mercado. ¡6€!. 6€ por bajar al cráter, intoxicarse con azufre,
ascender casi en perpendicular 200m y bajar 3km por un camino con unas
pendientes del 17%, todo con 70 kilos a la espalda.
Llega el
minero con el que habíamos hablado. 50kg. Nos sonríe y se frota las rodillas
para decirnos que le duelen que ya no puede con mucho peso. Le sonreíamos. No
acercamos a él. Le estrechamos una vez más la mano. Gortxu abre su mochila y le
da su polar. Ya nos arreglaremos en Bali. Nos da las gracias. Nos da vergüenza recibirlas.
¿Hemos hecho algo meritorio? Definitivamente no.