Después de
la quemada del día anterior hoy no podíamos hacer snorquel, así que nos tomamos
el día con tranquilidad. Aunque el entorno era paradisiaco, lo cierto es que
los amaneceres y atardeceres no estaban a la altura. Las nubes bajas y la bruma
que había cada mañana y cada tarde entorpecían al sol en su labor de saludarnos
o despedirnos el día. En esos momentos tornábase el cielo de color rojizo, y
las nubes de algodón pasaban a colores más agresivos pero poco más.
Tras
desperezarnos en el embarcadero volvimos a la veranda de la cabaña a desayunar,
unos bollos dulces con mermelada de naranja. El agua seguía teniendo ese
horrible sabor a madera quemada que teníamos que disimular con el café o con el
té. Recogimos un poco la cabaña, y es que las buenas costumbres no se pierden ni
en vacaciones, y leímos un rato mientras el sol conseguía desembarazarse de las
nubes y comenzaba a dominar el cielo.
Sobre las
once de la mañana nos embadurnamos bien de crema, yo me puse pantalones largos
y por la orilla del acantilado pasamos una vez más a la otra playa, que esta
vez nos recibía con un poco más de arena por estar la marea más baja. Con el
arenal virgen e inmaculado, tras la marea alta, tomamos unas fotos y nos
sentamos en la sombra a disfrutar del paraje, la soledad y el silencio, y no necesariamente
en este orden. El calor aumentaba así que nos sumergimos en el agua. Un par de
diminutos peces de coral, apenas tres centímetros de longitud, tomaron nuestras piernas como su refugio. Era
gracioso verles salir para explorar el entrono y rápidamente volver al abrigo
de nuestras peludas piernas. Pasamos la mañana holgazaneando y tomando el sol
bajo estricto control de tiempo pues no queríamos quemarnos de nuevo.
Volvimos a
la cabaña para comer. Lamentablemente un grupo de excursionistas había pedido
el favor a Raymond de ocupar el embarcadero para comer, mientras hacían una
parada en su excursión de un día. Eso nos privó a nosotros de las hamacas para
descansar después de comer. Intentamos leer y descansar en la veranda de la
cabaña pero no era lo mismo. Así que viendo que su estancia se iba a largar más
de lo deseable decidimos dar un paseo por el lado derecho de la isla.
Intentamos buscar un camino hacia el interior de la misma pero no lo había, o
no lo encontramos, así que aprovechando que la marea estaba baja paseamos por
la playa de entremareas hasta un acantilado que nos impedía el paso. Justo al
lado había un pequeño cementerio cristiano local. Las tumbas eran muy
sencillas, en general unos troncos en el suelo formando un rectángulo marcaban
el sitio del enterramiento, algunas pocas tumbas estaban hechas de cemento y
solo una tenía propiamente una lápida. No era un paseo agradable pues abundaban
las pequeñas tumbas de bebés y niños, algunas acompañadas de sus desgraciadas
madres.
Para cuando
volvimos los excursionistas habíanse marchado y volvimos a ser dueños y señores
del embarcadero. Leímos durante un rato, nos bañamos al atardecer y casi con la
puesta del sol nos pusimos a estudiar inglés. Las clases, como no podían ser de
otra manera, eran de lo más divertidas. Mientras estudiábamos vimos a la madre
de Raymond arreglar una de las cabañas; venían nuevos huéspedes. Nos
alegrábamos porque eso podía suponer abaratar los costes de una excursión, pero
también nos entristecía pensar que ya no tendríamos un paraíso exclusivo. Al
rato oímos el motor de la lancha acercarse. Desembarcaron dos mujeres
indonesias lesbianas. Al cruzarse con nosotros a una de ellas le costó hasta
saludar. ¡Qué mala suerte habíamos tenido!. Incluso Raymond antes de cenar nos
confesó que no le gustaban nada los nuevos huéspedes. Que eran secas y bordes.
¡Ja! Si el supiera.....
Cenamos en
la misma mesa pero hubiera dado igual que lo hubiésemos hecho en mesas
separadas, el intercambio de palabras fue nulo.