En un
entorno tan silencioso como en el poblado de Kilise el sonido del despertador
del teléfono fue atronador. Son las seis de la mañana y nos espera una dura
caminata de 18km si pretendemos dormir de nuevo en nuestra cómoda cabaña y no
en cualquier poblado donde nos pille la noche. Sobre la mesa del comedor nos
espera el desayuno. No fue ninguna sorpresa uvi y café aguado con mucha azúcar.
Cuando emprendemos el camino al cabo de media hora la niebla aún atenaza a todo
el valle. Las cumbres de las montañas, majestuosas, desde su inaccesible
posición parecen mirar con desprecio a la niebla, allá abajo. Conforme
caminamos nos acercamos más a una estrecha confluencia donde el valle principal
se divide en dos, ambos igualmente abruptos y hermosos. En la más completa
soledad y desde la magnífica atalaya que nos proporciona el camino parece que
seamos los únicos habitantes de un valle tan desconocido como hermoso.
El sol
comienza a calentar la atmosfera, y la niebla hasta ahora densa y compacta
parece debilitarse y se rasga dejando entrever con más claridad el fondo del
valle. Las nubes bajas son arrastradas por las nuevas corrientes de aire que el
sol crea y obligadas a despejar el fondo del valle, ascendiendo con asombrosa
rapidez para disolverse como si nunca hubiesen existido. Un bonito espectáculo
del que somos privilegiados espectadores. Pasamos Iborima con adelanto sobre el
horario previsto, así que el siguiente tramo nos lo tomamos con algo más de
calma. Lo hubiéramos hecho igualmente aunque fuéramos retrasados pues el
paisaje lo merece. Las montañas deforestadas dejaban expuestas sus casi
perpendiculares laderas. Laderas que inconcebiblemente para nosotros son aradas
y cultivadas por los lugareños.
Parece imposible que en tales pendientes una persona si quiera pueda mantenerse en pie, mucho menos cultivar la tierra. Pero así es, los rectangulares campos marrones sembrados contrastan con aquellos dejados en barbecho donde la vegetación ha vuelto a tomar su espacio. En estas laderas, fuera de las cuencas lacustres y de los fondos de valle, la vieja selva primaria o secundaria está aquí y allá, presente en las vertientes más pronunciadas, donde las talas selectivas han permitido abrir huertos en terrazas que permanecen en cultivo durante uno o tres años, antes de que el rebrote de las cepas cortadas de la selva vuelva a crecer y a dar la fertilidad a los suelos rápidamente agotados por los años de cultivo intensivo. Una tierra que una vez expuesta a la lluvia pierde rápidamente su capa fértil.
Parece imposible que en tales pendientes una persona si quiera pueda mantenerse en pie, mucho menos cultivar la tierra. Pero así es, los rectangulares campos marrones sembrados contrastan con aquellos dejados en barbecho donde la vegetación ha vuelto a tomar su espacio. En estas laderas, fuera de las cuencas lacustres y de los fondos de valle, la vieja selva primaria o secundaria está aquí y allá, presente en las vertientes más pronunciadas, donde las talas selectivas han permitido abrir huertos en terrazas que permanecen en cultivo durante uno o tres años, antes de que el rebrote de las cepas cortadas de la selva vuelva a crecer y a dar la fertilidad a los suelos rápidamente agotados por los años de cultivo intensivo. Una tierra que una vez expuesta a la lluvia pierde rápidamente su capa fértil.
El río
Baliem ha horadado durante siglos una profunda garganta, y aún hoy en día por
el aspecto furioso de sus aguas debe seguir haciéndolo.
Al cabo de
hora y media el camino se divide en dos, aquí se inicia la ruta circular que
debemos completar en un día. Tomamos el camino de la izquierda y nos dirigimos
directamente hacia Wamerek. Por el camino pasamos por aldeas Danis mucho más
pequeñas, que no aparecían en el mapa, pero muy interesantes. Un grupo de
chavales se unen a nuestra marcha durante un largo trecho. Durante toda la
caminata esa fue la tónica. Al pasar por las sucesivas aldeas los chavales que
nos ven se unen a nosotros sin decir nada y nos siguen a una distancia
prudencial durante unos kilómetros hasta que deciden darse la vuelta y dejarnos
marchar. El camino no estaba marcado pero los lugareños que nos cruzamos
constantemente se prestan rápidamente a indicarnos el camino. Este discurre por
o alto de la montaña así que tenemos una perfecta panorámica de las aldeas que
se sitúan por debajo.
En una
ocasión el camino discurre a escasos metros de una aldea. Nos quedamos mirando
cómo dos “honai”. No está bien visto adentrarse en los terrenos de la aldea si
no eres invitado así que nos quedamos allí plantados observando desde la
lejanía hasta que uno de los lugareños se percata de nuestra presencia y nos
invita a acercarnos. Saltamos el muro de piedras que delimitaba la aldea y
rápidamente saludamos a todos estrechando la mano. Apenas habían iniciado su
construcción así que era una oportunidad perfecta para ver de cerca una cabaña
Dani. Hay tres clases de cabañas: una para los hombres, Honai, otra para las
mujeres y los niños, Ebei, y otra para los cerdos, Wamai. En ocasiones, las
mujeres comparten la cabaña con el ganado y es donde cocinan. De forma circular
apenas de tres metros de diámetro su pared exterior está formada de finos
troncos de madera unidos por cuerdas de caña. Carecen de ventanas para guardar
más el calor y su tejado de paja es impermeable pero deja pasar el humo de la
hoguera que se hace dentro. De ahí que con el tiempo el color de parte del
tejado sea negro. Apenas son más altas que una persona. Suelen tener dos
niveles.
En el centro de la planta baja, de poco más de un metro de altura hay, un pequeño hoyo donde encienden el fuego que utilizan tanto para hervir el agua y cocinar sus batatas como para protegerse del frío de las montañas. El resto del suelo está cubierto de paja. Alrededor del fuego hay cuatro troncos que hacen de pilares y sustentan la planta superior, de apenas medio metro de altura. A la planta superior se accede a través de una escalera hecha de bambú. El suelo es un entramado de cañas cubierto de paja y donde solamente se aprecian los cuatro pilares centrales que suben hasta el techo. Esta es la planta destinada a dormir ya que el calor del fuego de la planta baja sube y calienta la estancia superior, además de que la altura es la mejor aliada contra los bichos y otras amenazas.
En el centro de la planta baja, de poco más de un metro de altura hay, un pequeño hoyo donde encienden el fuego que utilizan tanto para hervir el agua y cocinar sus batatas como para protegerse del frío de las montañas. El resto del suelo está cubierto de paja. Alrededor del fuego hay cuatro troncos que hacen de pilares y sustentan la planta superior, de apenas medio metro de altura. A la planta superior se accede a través de una escalera hecha de bambú. El suelo es un entramado de cañas cubierto de paja y donde solamente se aprecian los cuatro pilares centrales que suben hasta el techo. Esta es la planta destinada a dormir ya que el calor del fuego de la planta baja sube y calienta la estancia superior, además de que la altura es la mejor aliada contra los bichos y otras amenazas.
Intentar
mantener una conversación con un diccionario en la mano no es sencillo ni
fluido. Así que tardamos más de media hora en saber el nombre de la aldea, su
número de habitantes, lo que tardaban en construirse cada cabaña y el nombre y
la edad de todos cuantos estábamos allí. Repartimos unos cuantos cigarros y
continuamos camino.
Seguíamos
cruzándonos con numerosos lugareños a los que saludábamos y estrechábamos la
mano al estilo local. Incluso cuando no nos topábamos con ellos algunos salían
a nuestro encuentro para ver a eso dos paliduchos que se adentraban en sus
tierras. Uno de ellos fue un anciano vestido según manda la tradición, es decir
“no vestido”. Por toda vestimenta portaba su horim y su corona de plumas. Nos
estrecho su rugosa y áspera mano y con la misma celeridad con la que se había
acercado nos pidió un cigarro. Así lo hicimos y de paso aprovechamos para
hacerle unos robados. Tras charlar lo que buenamente pudimos continuamos
camino.
Llegamos
así al otro lado del valle. Desde nuestra posición en lo alto divisábamos a la
perfección el pequeño pueblo de Wamerek, estaba a un tiro de piedra. Miramos el
reloj, buenas noticias hacía dos horas que habíamos salido, íbamos muy
adelantados sobre el horario previsto. Solo nos separaba un profundo valle y un
riachuelo para llegar a la mitad de nuestro recorrido. Aunque quizás lo que se
me ha olvidado decir es que el camino bajaba prácticamente recto hacía el fondo
del valle. No nos creíamos que aquel fuera el camino así que preguntamos a una
lugareña que por allí pasaba tranquilamente cargada con 30 kilos de boniatos en
la espalda mientras tejía otra bolsa nokim. Nos respondió que por supuesto que
sí, no entendiendo muy bien nuestra duda, pues estaba bastante claro que aquel
“era” el camino a Wamerek. Ella no veía nada extraño en que prácticamente
tuviera una pendiente de 70%, ni de que no fuera más ancho que un pie, ni que
no fuera más resbaladizo que una pista de hielo, ni que un paso en falso
pudiera suponer que te despeñaras hasta el río. Para ella era un camino más.
Así que aquella señora de 50 años, con sus 30 kilos de boniatos a la espalda,
sus pies descalzos y tejiendo su bolsa nos dejó atrás en menos de cinco
segundos, a nosotros, con 20 años menos, 30 kilos menos de boniatos en la
espalda y nuestras zapatillas de suela “vibram” superguay y supermodernas.
Tardamos
más de dos horas en descender hasta el fondo del valle. Poco tiempo teniendo en
cuenta que el camino lo hicimos prácticamente a cuatro patas y agarrándonos a
todo cuanto podíamos para no caer rodando.
La ultima parte
del camino al menos no tuvimos que luchar contra la maleza pues eran campos de
cultivo, aunque eso sí la pendiente y la tierra suelta seguían haciéndonoslas
pasarlas putas.
Las mujeres
que allí estaban vestían al modo tradicional, con su pecho desnudo y su falda
de paja. Los hombres con su “horim” y su corona de plumas. Ambos fumaban por
igual.
Paramos un
par de veces para hablar con ellos, dar cigarros y hacer algunos robados. Nos
parecía increíble estar hablando con aquellas personas. Una población que hasta
hace unas décadas vivían en la Edad de Piedra.
Llegamos a
Wamerek, pero apenas pudimos hacer un alto, más que para tomar un respiro y
saludar a sus habitantes pues de un plumazo nos habíamos consumido toda la
ventaja sobre el horario.
El camino
que une Wamerek y Tangma serpentea por el fondo del valle y es prácticamente
llano. Fue un respiro tras la paliza anterior. Atravesamos pequeñas aldeas
Danis llenas de construcciones tradicionales. En todas, el edificio más grande
e importante era la iglesia. En una de las aldeas estaban todos sus habitantes
reunidos a la puerta de la iglesia, suponemos que en una junta vecinal…o algo
similar. Nos saludaron con medido desinterés y nos dejaron pasar.
Tangma se
caracteriza por la pista de aterrizaje que tiene en mitad del pueblo. Por
supuesto no es una pista asfaltada sino un verde y llano campo de hierba, que
el pueblo usa como centro de reunión y el gobierno como zona de abastecimiento.
Se podían apreciar las rodadas que las avionetas dejan en sus despegues y aterrizajes.
Tangma era
el último pueblo del valle antes de volver hacia Iborima. Vale, no nos
esperábamos una parada de Bilbobus, ni una boca de metro pero tampoco estábamos
preparados para ver el camino que el lugareño nos señalaba y que debíamos
seguir para retormar a nuestra querida y preciada cabaña. Prácticamente era la
hermana gemela de la montaña que habíamos descendido hasta Wamerek pero aún más
empinada. Tanto que incluso los lugareños no habían trazado la senda recta,
como en el caso anterior, sino siguiendo la ladera. Una senda tan estrecha como
la barra de equilibrio de la gimnasia artística, para los no entendidos en la
materia 10cm, y al igual que en el caso de la gimnasta un paso en falso suponía
una caída, en nuestro caso mortal. Aún así me alegraba de tener que ascender la
montaña y no descenderla que hubiera sido aún más peligroso.
Conforme
íbamos ascendiendo y tomando altura, yo echaba cada vez más mi cuerpo contra la ladera, veía a mis pies
andar sobre el estrecho sendero, y la vegetación no llegaba a tapar el
precipicio que me esperaba un poco más allá del borde, aquello me ponía
nervioso. Era lo más parecido a andar en una cuerda floja. A mitad de camino
hicimos un alto en una zona cultivada. No había sitio para sentarse sino que
apoyamos nuestras espaldas sobre la ladera, como huyendo del precipicio. Allá
abajo se veía el pueblo y un riachuelo, ¡¿Cómo diablos podían cultivar en
aquellos sitios?!. Para mí aquello más que descanso era tortura así que
seguimos camino.
La segunda
mitad el sendero mejoró respecto al vértigo pero empeoró en lo fatigoso. Ahora
iba más perpendicular a la pendiente lo que obligaba a ir ascendiendo por una
especie de escalones escavados en la tierra. Yo a pesar del cansancio prefería
morir de un infarto por agotamiento que por despeñamiento. Tras dos horas de
ascenso llegamos a lo alto de la montaña, a partir de aquí el camino era coser
y cantar, o como dirían los lugareños tejer y cantar.
Como todas
las tardes las nubes de evolución habían ido tomando las cumbres de las
montañas y poco a poco el cielo se encapotó. De un momento a otro comenzaría a
descargar agua. Afortunadamente el tiempo fue clemente con nosotros y nos
respetó. Pudimos refugiarnos bajo el tejado de la escuela de Iborima. Allí
cantamos con los niños y dimos una improvisada clase de inglés. A nuestro
alrededor estaban todos los estereotipos de una clase de primaria de cualquier
lugar del mundo: el resabido, el tímido, el macarra, la ripipi, el aplicado, el
serio, el bromista…pero pasamos un rato de lo más agradable y lo que es mejor,
nos entretuvo hasta que la lluvia cesó. Deseábamos llegar a Kilise. Aquella
tarde no habría partido de voleibol. Estábamos agotados, pero contentos.
Cenamos de
nuevo uvi y “noodles” de sobre y café
aguado…muy aguado. Pero era una buena forma de tomar agua hervida.