A primera hora
fuimos a la estación a comprar el billete de tren de vuelta. Durante todo el
trayecto fuimos la atracción del pueblo. A pesar de ser un punto importante de
turismo en el país no vimos ningún extranjero en los días que estuvimos. Y por
las atenciones que recibimos por parte de sus ciudadanos parece que ellos
tampoco solían verlos. Candamos las bicis antes de entrar en la estación. Una
de las puertas de acceso estaba bloqueada por una mujer anciana tirada en el
suelo. Parecía muerta pues no movía ni un músculo a pesar de los centenares de
moscas que revoloteaban alrededor de su cuerpo. Muchos lugareños pasaban a su
lado y le dirigían una mirada esquiva. Su piel reseca y oscura estaba sucia al
igual que su ropa que tenía manchas resecas de defecaciones. Nos temíamos que
en un país tan pobre como Bangladesh donde lo que nosotros llamamos “estado del
bienestar” no existe, ni tan siquiera existía un servicio al que acudir para
retirar el cadáver. Y que todo dependía de la buena intención de sus
ciudadanos.
Entramos en la
estación y cogimos los billetes sin ningún problema. A la salida vimos como la
mujer había cambiado de posición y se recolocaba en el suelo. Las moscas habían
levantado el vuelo para dejarla hacer y esperaban su turno para volver a tomar
posiciones sobre el cuerpo caquéxico.
De nuevo en
nuestras bicicletas nos encaminamos hacia los campos de té, que han hecho
famosa a la región.
Hace 150 años
los británicos trajeron las plantaciones de té de los estados vecinos indios de
Bihar, Assam y Orissa. Los locales se negaron a aceptar el duro y monótono
trabajo de la recolección del té por unos miserables salarios, así que junto
con la planta de té también trajeron trabajadores de aquellas regiones. De
religión hindú y aislados socialmente pronto fueron conducidos a un estado de
esclavitud. Los terratenientes les pagaban con una moneda acuñada en las
plantaciones y que sólo tenía valor en los economatos de la plantación, así se
aseguraban de que si intentaban escapar lo hicieran sin dinero, lo que
virtualmente les hacía imposible el viaje de retorno a su verdadero hogar. Los
puestos son heredados así que cuando un trabajador muere, inmediatamente es
relevado por uno de sus hijos, quiera o no, privando a muchos niños de seguir
sus estudios de forma normal. Hoy en día son sus descendientes los que siguen
haciendo este duro trabajo por un pírrico sueldo. Y siguen sufriendo igual que
sus antepasados. Cobran 0,5 takas por cada kilo de té recolectado. Cada
trabajador en una jornada extenuante de 8 horas recoge unos 60 kilos, es decir,
apenas 30 céntimos de euro al día. Sin embargo el terrateniente vende ese té a
más de 200 takas el kilo, es decir un incremento del 400%. Estos beneficios no
repercuten ni en las condiciones laborales ni de vida de los trabajadores, que
viven en unas chabolas dentro de la propia plantación. De cada familia que vive
en la plantación solo uno de sus miembros puede trabajar en la misma, el resto
debe buscarse la vida fuera de ella, algo prácticamente imposible en Srimongol.
Este sistema vuelve a la familia absolutamente dependiente de la plantación, lo
que los esclaviza aún más. La plantación suministra 3,5 kilos de arroz a los
trabajadores a la semana, pero es de todo insuficiente para alimentar a una familia,
así que tienen que comprar más arroz en el mercado. ¿Cómo puede sobrevivir una
familia que gana 50 takas al día cuando un kilo de arroz cuesta 40?
Aunque todas
estas desgracias son invisibles para los turistas. El maravilloso paisaje que
conforman las plantaciones de té y la idílica imagen de las recolectoras bajo
la amarilla luz del atardecer ocultan una realidad de esclavitud y sufrimiento.
El primer campo de té con el que no topamos es
el de la empresa Finlay. Las mujeres que a esa hora están recolectado té nos
evitan. No quieren hablar con nosotros ni nos sonríen. No es de extrañar pues
desde que algunos periodistas occidentales sacaron a la luz las duras
condiciones laborales de los trabajadores los terratenientes prohíben a sus
trabajadores hablar con los extranjeros bajo amenaza de despido. Son las 11 de
la mañana, su jornada comienza a las seis de la mañana, llevan sus bolsas
llenas de brotes de té sobre la cabeza. Se encaminan hacia un camión donde las
vacían no sin antes haberlas pesado. Posiblemente sea la cuarta o quinta vez
que lo hacen esa mañana. El trabajo es monótono y repetitivo así que las manos
de las recolectoras están deformadas por la artritis. La mayoría de ellas están
extremadamente delgadas y su piel sufre las consecuencias del implacable sol
tropical de Bangladesh.
Continuamos
camino hacia otra plantación pero poco antes de llegar un chaval nos dice que
le sigamos. A través de una sinuosa pero llana carretera nos conduce a otra
plantación. Allí nos reciben con los brazos abiertos. La hospitalidad bengalí
no tiene límite. Inmediatamente nos sientan en el despacho del jefe, que en
esos momentos está ausente, nos sirven té y nos encienden el ventilador. Su
inglés es muy limitado así que la mayor parte de la conversación se basa en
gestos y suposiciones. Nos enseñan los libros de registro, los fertilizantes
que usan, los tipos de té que cultivan…. Al poco rato llega el jefe. Se le ve a
la legua que no le agrada nuestra presencia. Falta poco para que las
trabajadoras lleguen con sus sacos de té al secadero, por lo que nuestro
anfitrión nos tiene que dejar unos instantes, ya que él es el responsable y
tienen que registrar todo el té que traen. Le esperamos sentados a la puerta de
la fábrica, pero la espera se va alargando y el cielo comienza a llenar se unas
nubes amenazantes. Estamos indecisos. No queremos marcharnos sin despedirnos
pero es imposible encontrar a nuestro anfitrión. Tampoco queremos alargar más
la estancia pues es evidente que la tromba de agua va a caer en breve.
Finalmente nos tenemos que marchar y aunque le explicamos a uno de los
trabajadores que transmitiese nuestro agradecimiento a nuestro cicerone sabemos
que nunca le llegó. Comenzamos a pedalear con fuerza regresando a la ciudad. La
temperatura ha caído y ahora es mucho más agradable pedalear por la carretera.
La luz poco a poco va disminuyendo y el cielo se oscurece por momentos.
Finalmente la tromba de agua cae con asombrosa fuerza. Afortunadamente para
entonces nosotros ya estamos refugiados tomando un té de siete colores. La
lluvia se ve más romántica bajo un techo.
Una vez en el
pueblo devolvemos las bicis y nos vamos aun ciber café, pero apenas llevamos
diez minutos cuando el suministro eléctrico se interrumpe y lo tenemos que
dejar. Esta vez ni nos ha dado tiempo a abrir el correo. Sin luz es mucho más
difícil encontrar algún restaurante donde cenar así que mal comemos unos fritos
fríos y nos vamos a la cama.
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