lunes, 1 de octubre de 2012

01. Campos de Té (Srimongol)



A primera hora fuimos a la estación a comprar el billete de tren de vuelta. Durante todo el trayecto fuimos la atracción del pueblo. A pesar de ser un punto importante de turismo en el país no vimos ningún extranjero en los días que estuvimos. Y por las atenciones que recibimos por parte de sus ciudadanos parece que ellos tampoco solían verlos. Candamos las bicis antes de entrar en la estación. Una de las puertas de acceso estaba bloqueada por una mujer anciana tirada en el suelo. Parecía muerta pues no movía ni un músculo a pesar de los centenares de moscas que revoloteaban alrededor de su cuerpo. Muchos lugareños pasaban a su lado y le dirigían una mirada esquiva. Su piel reseca y oscura estaba sucia al igual que su ropa que tenía manchas resecas de defecaciones. Nos temíamos que en un país tan pobre como Bangladesh donde lo que nosotros llamamos “estado del bienestar” no existe, ni tan siquiera existía un servicio al que acudir para retirar el cadáver. Y que todo dependía de la buena intención de sus ciudadanos.
Entramos en la estación y cogimos los billetes sin ningún problema. A la salida vimos como la mujer había cambiado de posición y se recolocaba en el suelo. Las moscas habían levantado el vuelo para dejarla hacer y esperaban su turno para volver a tomar posiciones sobre el cuerpo caquéxico.
De nuevo en nuestras bicicletas nos encaminamos hacia los campos de té, que han hecho famosa a la región.
Hace 150 años los británicos trajeron las plantaciones de té de los estados vecinos indios de Bihar, Assam y Orissa. Los locales se negaron a aceptar el duro y monótono trabajo de la recolección del té por unos miserables salarios, así que junto con la planta de té también trajeron trabajadores de aquellas regiones. De religión hindú y aislados socialmente pronto fueron conducidos a un estado de esclavitud. Los terratenientes les pagaban con una moneda acuñada en las plantaciones y que sólo tenía valor en los economatos de la plantación, así se aseguraban de que si intentaban escapar lo hicieran sin dinero, lo que virtualmente les hacía imposible el viaje de retorno a su verdadero hogar. Los puestos son heredados así que cuando un trabajador muere, inmediatamente es relevado por uno de sus hijos, quiera o no, privando a muchos niños de seguir sus estudios de forma normal. Hoy en día son sus descendientes los que siguen haciendo este duro trabajo por un pírrico sueldo. Y siguen sufriendo igual que sus antepasados. Cobran 0,5 takas por cada kilo de té recolectado. Cada trabajador en una jornada extenuante de 8 horas recoge unos 60 kilos, es decir, apenas 30 céntimos de euro al día. Sin embargo el terrateniente vende ese té a más de 200 takas el kilo, es decir un incremento del 400%. Estos beneficios no repercuten ni en las condiciones laborales ni de vida de los trabajadores, que viven en unas chabolas dentro de la propia plantación. De cada familia que vive en la plantación solo uno de sus miembros puede trabajar en la misma, el resto debe buscarse la vida fuera de ella, algo prácticamente imposible en Srimongol. Este sistema vuelve a la familia absolutamente dependiente de la plantación, lo que los esclaviza aún más. La plantación suministra 3,5 kilos de arroz a los trabajadores a la semana, pero es de todo insuficiente para alimentar a una familia, así que tienen que comprar más arroz en el mercado. ¿Cómo puede sobrevivir una familia que gana 50 takas al día cuando un kilo de arroz cuesta 40?
Aunque todas estas desgracias son invisibles para los turistas. El maravilloso paisaje que conforman las plantaciones de té y la idílica imagen de las recolectoras bajo la amarilla luz del atardecer ocultan una realidad de esclavitud y sufrimiento.
 El primer campo de té con el que no topamos es el de la empresa Finlay. Las mujeres que a esa hora están recolectado té nos evitan. No quieren hablar con nosotros ni nos sonríen. No es de extrañar pues desde que algunos periodistas occidentales sacaron a la luz las duras condiciones laborales de los trabajadores los terratenientes prohíben a sus trabajadores hablar con los extranjeros bajo amenaza de despido. Son las 11 de la mañana, su jornada comienza a las seis de la mañana, llevan sus bolsas llenas de brotes de té sobre la cabeza. Se encaminan hacia un camión donde las vacían no sin antes haberlas pesado. Posiblemente sea la cuarta o quinta vez que lo hacen esa mañana. El trabajo es monótono y repetitivo así que las manos de las recolectoras están deformadas por la artritis. La mayoría de ellas están extremadamente delgadas y su piel sufre las consecuencias del implacable sol tropical de Bangladesh.
Continuamos camino hacia otra plantación pero poco antes de llegar un chaval nos dice que le sigamos. A través de una sinuosa pero llana carretera nos conduce a otra plantación. Allí nos reciben con los brazos abiertos. La hospitalidad bengalí no tiene límite. Inmediatamente nos sientan en el despacho del jefe, que en esos momentos está ausente, nos sirven té y nos encienden el ventilador. Su inglés es muy limitado así que la mayor parte de la conversación se basa en gestos y suposiciones. Nos enseñan los libros de registro, los fertilizantes que usan, los tipos de té que cultivan…. Al poco rato llega el jefe. Se le ve a la legua que no le agrada nuestra presencia. Falta poco para que las trabajadoras lleguen con sus sacos de té al secadero, por lo que nuestro anfitrión nos tiene que dejar unos instantes, ya que él es el responsable y tienen que registrar todo el té que traen. Le esperamos sentados a la puerta de la fábrica, pero la espera se va alargando y el cielo comienza a llenar se unas nubes amenazantes. Estamos indecisos. No queremos marcharnos sin despedirnos pero es imposible encontrar a nuestro anfitrión. Tampoco queremos alargar más la estancia pues es evidente que la tromba de agua va a caer en breve. Finalmente nos tenemos que marchar y aunque le explicamos a uno de los trabajadores que transmitiese nuestro agradecimiento a nuestro cicerone sabemos que nunca le llegó. Comenzamos a pedalear con fuerza regresando a la ciudad. La temperatura ha caído y ahora es mucho más agradable pedalear por la carretera. La luz poco a poco va disminuyendo y el cielo se oscurece por momentos. Finalmente la tromba de agua cae con asombrosa fuerza. Afortunadamente para entonces nosotros ya estamos refugiados tomando un té de siete colores. La lluvia se ve más romántica bajo un techo.
Una vez en el pueblo devolvemos las bicis y nos vamos aun ciber café, pero apenas llevamos diez minutos cuando el suministro eléctrico se interrumpe y lo tenemos que dejar. Esta vez ni nos ha dado tiempo a abrir el correo. Sin luz es mucho más difícil encontrar algún restaurante donde cenar así que mal comemos unos fritos fríos y nos vamos a la cama.

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