Tras el
desayuno tomamos el taxi público A2 para acercarnos a nuestra temida terminal
Jibama donde unos días antes habíamos
estado esperando tres horas a que saliese un colectivo hacia Jiwika y tuvimos
que desistir porque no se llenaba. Buscamos un transporte que nos llevara a
Wolo pero no lo había aún. Como alternativa podíamos coger otro y pararnos en
Manda y desde allí caminar hasta Wolo y volver en furgoneta.
A nuestros ojos occidentales la furgoneta estaba prácticamente llena, quizás entrasen dos personas más si nos apretábamos mucho, pero a los ojos locales la furgoneta estaba medio vacía. Así tras una hora de espera de los 16 que estábamos al principio, legalmente la furgoneta es para 11 personas, llegamos a los 29. Ahora el conductor indonesio sí creía que era hora de partir. El viaje fue de apenas una hora, aunque en las condiciones en las que íbamos a mí se me hizo un poco más largo. Mi culo se tenía que sentar en una tabla de apenas 15cm de anchura, debía procurar que mi espalda no se taladrara con un hierro del asiento del conductor, los pies los apoyaba sobre las punteras porque el suelo estaba lleno de verduras que no se podía pisar y entre mis piernas un niño de apenas seis años enroscado sobre sí mismo soportaba el viaje en un estado de seminconsciencia del que se recuperaba de vez en cuando para vomitar en una bolsa. Al cabo de una hora me bajé de la furgoneta sudado, con las piernas dormidas y el culo dolorido. La situación de Gortxu no era mucho mejor. Apretado contra la ventanilla tenía que soportar el calor infernal del sol. No podía moverse ni lo mas mínimo así que tuvo que colocar su gorra sobre las rodillas para evitar quemarse. Como si de una sesión de meditación se tratase repetíamos en nuestras cabezas un mantrar para intentar abstraernos de la situación y poder sobrellevarlo lo mejor posible, pero ya estábamos en Manda. Pagamos las 20.000 rupias cada uno y empezamos a caminar hacia Wolo. Al cabo de unos minutos un par de chavales de unos 10-13 años se unieron voluntariamente a nuestra excursión. Aquello se había convertido en todo una tradición local para nosotros. En un punto del camino uno de los chavales se adentró entre el bambú y salió con un artesanal juguete con el que amenizarse el camino. No era más que una vara de bambú de dos metros en cuyo uno de sus extremos tenía dos precarias ruedas de madera sobre un eje de hierro. El juguete aunque de apariencia lábil era resistente y muy efectivo para rodar por aquellos caminos empedrados. Nos acompañaron hasta Bugi donde se quedaron en compañía de una cuadrilla de niñas adolescentes que gritaban y sonreían ante nuestra masculina presencia. Nosotros continuamos camino en solitario aunque no por mucho rato porque antes de abandonar el pueblo ya estábamos en compañía de otro niño, éste de unos 15 años, que nos iba señalando las distintas cuevas que hay en el valle.
A nuestros ojos occidentales la furgoneta estaba prácticamente llena, quizás entrasen dos personas más si nos apretábamos mucho, pero a los ojos locales la furgoneta estaba medio vacía. Así tras una hora de espera de los 16 que estábamos al principio, legalmente la furgoneta es para 11 personas, llegamos a los 29. Ahora el conductor indonesio sí creía que era hora de partir. El viaje fue de apenas una hora, aunque en las condiciones en las que íbamos a mí se me hizo un poco más largo. Mi culo se tenía que sentar en una tabla de apenas 15cm de anchura, debía procurar que mi espalda no se taladrara con un hierro del asiento del conductor, los pies los apoyaba sobre las punteras porque el suelo estaba lleno de verduras que no se podía pisar y entre mis piernas un niño de apenas seis años enroscado sobre sí mismo soportaba el viaje en un estado de seminconsciencia del que se recuperaba de vez en cuando para vomitar en una bolsa. Al cabo de una hora me bajé de la furgoneta sudado, con las piernas dormidas y el culo dolorido. La situación de Gortxu no era mucho mejor. Apretado contra la ventanilla tenía que soportar el calor infernal del sol. No podía moverse ni lo mas mínimo así que tuvo que colocar su gorra sobre las rodillas para evitar quemarse. Como si de una sesión de meditación se tratase repetíamos en nuestras cabezas un mantrar para intentar abstraernos de la situación y poder sobrellevarlo lo mejor posible, pero ya estábamos en Manda. Pagamos las 20.000 rupias cada uno y empezamos a caminar hacia Wolo. Al cabo de unos minutos un par de chavales de unos 10-13 años se unieron voluntariamente a nuestra excursión. Aquello se había convertido en todo una tradición local para nosotros. En un punto del camino uno de los chavales se adentró entre el bambú y salió con un artesanal juguete con el que amenizarse el camino. No era más que una vara de bambú de dos metros en cuyo uno de sus extremos tenía dos precarias ruedas de madera sobre un eje de hierro. El juguete aunque de apariencia lábil era resistente y muy efectivo para rodar por aquellos caminos empedrados. Nos acompañaron hasta Bugi donde se quedaron en compañía de una cuadrilla de niñas adolescentes que gritaban y sonreían ante nuestra masculina presencia. Nosotros continuamos camino en solitario aunque no por mucho rato porque antes de abandonar el pueblo ya estábamos en compañía de otro niño, éste de unos 15 años, que nos iba señalando las distintas cuevas que hay en el valle.
El valle de
Wolo era hermoso. Quizás no tan abrupto, ni tan profundo ni tan espectacular
como el de al sur de Sugokmo, pero en cambio era más verde y accesible. El
camino prácticamente llano discurría entre montes de no más de 500m pero de una
fuerza visual considerable. El camino era sencillo y las pocas veces que se
bifurcaba siempre había un lugareño cercano al que preguntar. Paralelo al mismo
discurría un riachuelo de aguas mansas. Todo el valle rebosaba calma. Tras dos
horas de camino y después de subir una empinada cuesta llegamos a la población
de Wolo.
Una cuidada
y bonita puerta tradicional daba acceso al pueblo, famoso por estar prohibido
fumar en su interior. Los cuidados sederos que discurrían por el interior del
poblado estaban flanqueados por flores y plantas de vivos colores. Las cercas
también estaban en perfecto estado. Parecía que un jardinero se ocupara
expresamente de todo. Pero no hacía falta, en realidad eran los propios
habitantes los que se encargaban de mantener impoluto el pueblo. Wolo es famoso
también por poseer una de las iglesias protestante más activas del valle,
fundada hace muchos años por un
ciudadano suizo.
El camino
se adentraba en las montañas hasta el poblado de Iluga, pero eran las dos de la
tarde y no sabíamos la frecuencia del transporte en aquellas zonas remotas de
caminos endiablados, así que decidimos no seguir más allá de Wolo Preguntamos a una lugareña que nos dijo que
nos sentáramos junto a ella a la sombra a esperar, que más tarde o temprano
pasaría algún “mobil”. Yo así lo hice y diccionario en mano intenté mantener
una conversación básica que matara el tiempo. Gortxu algo más curioso dió una
vuelta por el pueblo sacando fotos. Fué así como se le acercó una misionera
china que quiso enseñarle las instalaciones de la misión. Gortxu me llamó y
acudí junto a ellos. Nos enseñó su cocina, su pequeño salón-comedor y nos
regaló unas cajas con ostias sagradas. En cada una de ellas inscritas con un
pasaje de la biblia. El ruido de un motor interrumpió la conversación. Un todo
terreno “pickup” se acercaba por el camino.
El potente
Mitsubishi estaba lleno de lugareños y de barro a partes iguales. La señora que
nos acompañaba se metió en la cabina y a nosotros nos hicieron un hueco en la
parte trasera. Ni que decir tiene que el viaje fue una odisea. Sentados con el
culo entre boniatos y las piernas por fuera deshicimos el camino de montaña a
una velocidad endiablada. En cada bache nuestros cuerpos se levantaban medio
metro para volver a caer con fuerza en nuestra particular y dura cama de
boniatos. Nos aferrábamos a la camioneta con tal fuerza que los nudillos se nos
quedaban blancos. Los charcos, que en
nuestro país hubieran pasado por pantanos, se encargaban de empaparnos los pies
y de llenarnos de barro hasta la cabeza. Pero a pesar de la incomodidad, el
dolor, la humedad y porque no decirlo el miedo a salir despedidos, no dejábamos
de reírnos junto a los lugareños. En cada bote éstos se desternillaban de risa
y cada vez que nos miraban debían ver reflejado en nuestros ojos el miedo
porque sus risas se acrecentaban aún más. Una vez en Manda el camino de tierra
se transformaba en carretera y dejamos de temer por nuestras vidas. Como no
podía ser menos, a mitad de camino hicimos un alto para cambiar una pastilla
del freno del todoterreno. Sin comentarios. A mi me clavan en Bilbao 200€
porque dicen tardar dos horas en cambiarla y ellos lo hicieron en apenas 20
minutos. Eso sí la alineación de la rueda a ojo.
No teniendo
bastante con el barro, los botes y demás sufrimientos a pocos kilómetros de
Wamena el tiempo parece querer sumarse a la fiesta y nos regala una chaparrada
de apenas 5 minutos, del todo gratuita e innecesaria, que nos deja calados
hasta los huesos. Y así es como llegamos al mercado de Jibama en Wamena, con el
culo dolorido, las manos engatilladas por el esfuerzo, las piernas llenas de
barro y empapados hasta los huesos....¿Quién dice que viajar no es divertido?