No
hemos visto país en el que la niebla mejor siente a las montaña que en Laos.
Quizás el precio de la habitación fuera un poco alto para unos mochileros, pero
despertarse por la mañana y ver las montañas de Vang Vieng vestidas de gala
bien lo merece.
Sus
paredes son tan abruptas que no permiten que la selva crezca con la exuberancia
habitual, pero sigue habiendo árboles suficientemente fulanbulistas como para
atreverse a echar raíces en las rocas. La niebla corretea entre los árboles
dejando a la vista a unos y ocultando a otros. Las cumbres apenas se intuyen y
el contorno solo se visualiza claramente cuando el humo frío matinal decide
dejar paso a la cálida mañana.
De
nuevo tomamos las bicis y atravesando el puente de hierro que está junto a
nuestro hotel, previo pago de 10.000 kips, para llegar a la otra orilla del
río. Nuestra intención es pedalear hasta la cueva Tham Phu Kham a unos 10km del
pueblo. Custodiados por los picos cársticos el camino es pedregoso y con
abundante barro, sobre todo en el tramo inicial. Debemos coger carrerilla con
la bici y atravesar los charcos con los pies en alto para evitar empaparnos y
aún así no siempre lo logramos. Los lugareños no tienen tantos miramientos y
hunden las bicis y las motos. Ya pararán en un arroyuelo cercano para
limpiarlas.
El
paisaje sigue siendo maravilloso. Quizás no tan impactante como el de ayer,
pues el valle es más amplio y las montanas se ven más lejos pero aún así sigue
siendo muy agradable.
Atravesamos
algunas pequeñas aldeas, con no mucha actividad, y desoímos los falsos cantos
de sendos carteles que anuncian las cuevas donde no están. Todo es válido para
atraer a los “falang” y sus divisas.
En
poco más de una hora legamos a la entrada de la cueva. En su base un riachuelo
nace plácidamente formando una pequeña zona de baño. Pero eso lo dejamos para
luego.
La
cueva se encuentra encaramada en el acantilado, 200m por encima del suelo.
Ascendemos por un empinado y fatigoso camino. Una vez arriba nos espera una
gran caverna en cuyo interior, iluminado de forma muy efectista, se encuentra
un buda reclinado de estilo tailandés. La entrada a la cueva se hace por una
pequeña abertura lateral. Una vez dentro la gruta tiene más de 50m de alto y
otros tantos de ancho. El atrio de la cueva es iluminada por los numerosos
haces de luz, que a través de tragaluces naturales, llegan hasta el interior.
La verdad es que la visión del Buda, en medio de la caverna e iluminado
directamente, es cuando menos muy visual. Descendemos hasta el centro, donde se
encuentra el Buda. A la derecha, sobre la roca, unas flechas de pintura roja indican
la entrada a la caverna. El camino no es nada fácil. Unas enormes rocas parecen
obstruir la entrada y debemos rodearlas, saltarlas o escalarlas para seguir las
indicaciones. Cualquier paso en falso o un inapropiado resbalón puede dar con
nuestros huesos decenas de metros más abajo. Desde luego que no es un camino
para temerosos.
Nos
hemos juntado un grupo de 8 personas. Eso siempre da tranquilidad. Una vez
lejos de la luz natural la cueva va descubriéndonos sus secretos. Su tamaño es
enorme y muy abrupta. Aquí y allá hay pequeños carteles que anuncian profundos
agujeros o peligrosas y resbaladizas pendientes cuyo fin nuestras linternas no
logran iluminar. La cueva sigue viva. Grandes estalactitas y estalagmitas
siguen formándose con el paso de los siglos. Los haces de nuestras linternas
las hacen brillar de tal forma que parecen engastadas en brillantes, pero
sabemos que tan solo es cuarcita. Las cascadas pétreas descienden por las
paredes. A veces tan solo un metro de anchas pero otras abarcan paredes
enteras. La falta de medios, lo abrupto de la cueva y su gran tamaño hacen que
nos sintamos como auténticos exploradores. No podemos por menos que sentirnos
protagonistas de la novela de Julio Verne. De un momento a otro esperamos que
en el siguiente recodo nuestras linternas descubran un fantástico mundo
subterráneo. Pero no, lo que seguimos viendo son más y más metros de cueva.
A
veces nos quedamos atrás y vemos como el resto del grupo avanza, y avanza,
hasta que tan solo son unos puntos de luz que iluminan las formaciones
geológicas. Es difícil calcular las distancias pero las galerías tienen a veces
el tamaño de medio campo de fútbol con alturas que sobrepasan los 50m.
Realmente sobrecogedor.
No
sabemos cuánto tiempo llevamos dentro pero finalmente llegamos a un gran
barranco que nos hace desistir en nuestra ansia exploradora. El camino de
vuelta, como siempre ocurre en estos casos, es mucho más rápido.
Una
vez fuera volvemos al riachuelo y nos damos un refrescante chapuzón. En las
ramas de los árboles que delimitan el cauce cuelgan cuerdas y columpios para
nuestro disfrute.
Volvemos
al camino, el paisaje no nos parece tan atrayente y además sabemos que las
recientes lluvias han hecho impracticable grandes tramos del camino así que
regresamos al pueblo.
El
pueblo de Vang Vieng hace tiempo que ha sucumbido a su éxito. Cada día son más
los hoteles de horrible estilo grecolaosiano que se levantan frente al río.
Apelotonados y sin una pizca de urbanismo, unos a otros de van quitando las
vistas. La ciudad ha ido perdiendo su esencia año tras año. El antiguo mercado
al aire libre local hace tiempo que se trasladó a un edificio de cemento. Sólo
parece que hay tres tipos de comercio en Vang Vieng: restaurantes, bares y mini-supermercados.
Todo, como no podía ser menos, para el turista que venido directamente desde
Tailandia se acerca a la población, para realizar un rito de bautismo que se ha
hecho muy popular entre los viajeros “Banana Pancake”. Es decir, aquellos
viajeros cuya principal motivación es la bebida y la comida barata, la juerga y
el ligoteo. Y con pocas a ninguna inquietud cultural por el país que visitan.
Así
que cruzan la frontera, y, lo más rápidamente posible, se dirigen hasta Vang
Vieng para practicar el “tubing”: el descenso en neumáticos por las aguas del
Nam Song. Pero está actividad que puede parecer muy pueril, se transforma en la
gran juerga cuando los tres kilómetros y medio de descenso se hacen entre más
de una decena de bares instalados en las orillas del río.
Muchos
viajeros se saltan Vang Vieng horrorizados al ver al atardecer decenas de
jóvenes alcoholizados vagar por las calles. Y es cierto, la imagen es para
horrorizar. Pero como no nos gusta hablar sin conocer, con más curiosidad que
necesidad nos apuntamos al “tubing”.
Todos
los bares que se asientan en el trayecto del “tubing” se han asociado y
organizan la excursión perfectamente desde el pueblo.
Nos
acercamos al centro de operaciones poco antes de las tres de la tarde,
casualmente la pareja de jóvenes israelitas con las que llevábamos coincidiendo
desde Nong Khiaw, también habían decidido apuntarse. Pagamos 55.000kips cada
uno más 60.000 de fianza por los neumáticos y todos juntos en una sawngthaew
nos encaminamos 3´5km río arriba. Al acercarnos a la orilla lo que vemos nos
parece increíble. A lo largo de todo el río se puede ver una sucesión de bares
plagados de jóvenes saltando y bailando al ritmo de la música disco que resuena
por todo el valle. Los bares son precarios palafitos que hunden sus cimientos
en las aguas del Nam Song.
Nos
montan en una barca atada a un cabo y nos arrastran hasta el primer bar. La
bienvenida se acompaña de un trago de whisky local gratis. Todos los bares
ofrecen la misma carta de bebidas al mismo precio, algo más caro que en el
pueblo, pero sigue siendo todo una gana para el joven occidental. Rápidamente
se distinguen tres grupos de personas: los que han venido a liarla parda, los
que venían sólo a mirar pero se contagian del jolgorio, y los que sólo miran
sin pestañear.
Los
primeros son fácilmente identificables con el torso desnudo lleno de grafitis
hechos con pintura acrílica y completamente borrachos. Los segundos sólo
muestran su verdadera cara unos bares más abajo y los últimos son los primeros
que habiendo visto el percal se lanzan río abajo con sus flotadores dispuestos a
hacer los tres kilómetros y medio sin parar.
Desde
luego aquello no es Ibiza ni nadie quiere que lo sea. Los bares son rústicos y
básicos. Pero todos guardan unas características en común. Se tratan de una
plataforma de madera con unos cuantos bafles enormes repartidos
estratégicamente, que hacen retumbar el suelo de bambú. Y cada bar tiene un
juego acuático con el que divertir. Desde el más simple trampolín hasta un
enorme tobogán pasando por la tirolina, la cucaña, el trapecio, la colchoneta
gigante....Artilugios todos que aseguran diversión sobre todo cuando sus
usuarios están un poco pasados de alcohol. Las tripadas y espaldarazos están
asegurados.
Pero
lo más divertido es cómo ir de un bar a otro. Los palafitos están dispuestos en
zig zag de una orilla a otra del río. El método es tan sencillo como dejarse
pescar. Uno se lanza con el neumático río abajo y cuando se pasa a la altura de
un bar, uno de sus “pescadores” te lanzan una cuerda atada a una botella con
peso. Tú “picas” y te dejas arrastrar hasta la orilla. En la estación seca esto
es una tarea bastante sencilla, pero tras la época de lluvia, cuando el caudal
del río es alto y fuerte, la pesca puede ser no tan sencilla y en más de una
ocasión la fuerza de la corriente te obliga a soltar la cuerda si no quieres
que te queme o te arranque la mano.
Nosotros
que éramos un poco escépticos terminamos cogiéndole el gustillo y lo cierto es
que si controlas y no te pasas con el alcohol te lo puedes pasar realmente
bien.
Las
tres horas que hemos estado se nos han hecho cortas y al final nos arrepentimos
de no ir todo el día, pues intercalados con los bares también hay numerosos restaurantes
que ofrecen comida.
A
las cinco de la noche con mucha pena nos subimos por última vez a los neumáticos
y dejamos de “picar” el anzuelo de los bares. Apenas nos queda una hora de luz
para recorrer el resto del camino y no nos parece prudente seguir en el río una
vez se haga de noche. Así que nos dejamos arrastrar por la corriente mientras
disfrutamos del paisaje. Y pensamos que incluso aquellos que pertenecen al
tercer grupo han disfrutado de la experiencia. El simple hecho de descender por
el río a la sombra de las hercúleas montañas de Vang Vieng bien merece la
excursión.
Una
vez llegamos al pueblo numerosos niños se ofrecen a llevarnos los neumáticos a
la tienda. Se trata de una trampa pues una vez que les das el neumático nunca
más volverás a verlo. Ni a él, ni a los 60.000 kips que dejaste de fianza.
Para
cuando llegamos al centro de operaciones ya es de noche. Pasan 15 minutos de
las seis de la tarde pero afortunadamente no tenemos que abonar el recargo que
se aplica a todos aquellos que llegan más tarde de las seis. Por unos minutos
hacen la vista gorda.
Mientras
cenamos en el restaurante de al lado vemos llegar a los más rezagados y también
más borrachos. La gran mayoría en tuk-tuk pues la oscuridad ya no permite
descender el río.
Hemos
de admitir que a pesar de ser una turistada nos lo pasamos bien y que
probablemente la sostenibilidad de la atracción se base en la moderación y
respeto a los lugareños una vez se llega al pueblo, cosa que echamos bastante
en falta.
Sí,
yo confieso: lo disfrutamos.