Habíamos quedado con los de Zuela GH, donde además de dormir habíamos comprado los billetes de autobús a Pak Mong, que a las ocho y media nos vendría a recoger un tuk-tuk para llevarnos a la estación de autobuses. Pero son las ocho de la mañana cuando golpean nuestra puerta para decirnos que es mejor ir ya por si el autobús se llena. En quince minutos estamos cubriendo los 4 kilómetros que nos separan de la estación.
El
autobús que cada día sale a las nueve hacia Luang Prabang parece estar a punto
de desmoronarse. Pero en un país como Laos el “Plan Renove” no existe y aquí
los vehículos no se dejan morir, se reparan una y otra vez hasta que no queda
ni una pieza original.
No
hay mucho movimiento en la estación y ni de lejos parece que nuestro autobús
vaya a llenarse. Con sorprendente puntualidad el autobús sale a las nueve de la
mañana, para hacer su primera parada diez metros después.... ¡y como no podía
ser menos en una gasolinera! Lo que no entiendo es cómo puede seguir
sorprendiéndonos diez años después de viajar por el sudeste asiático.
El
paisaje es verde y montañoso y entre salto y salto dentro del autobús podemos
disfrutar de él. Afortunadamente el autobús va medio vacío y la mitad somos
viajeros extranjeros.
Hasta
Udomxai la carretera se encuentra asfaltada y en buen estado. Aunque las
recientes lluvias hayan producido numerosos corrimientos de tierra que invaden
parcialmente la carretera. Pero a partir de aquí la cosa cambia. El buen
pavimentado desaparece y es sustituido por una mezcla extraña de carretera de
tierra y asfaltada a partes iguales. Los socavones a veces parecen cañones, y,
los riachuelos deciden hacer suya la carretera en no pocos lugares. El autobús
se transforma en una atracción de feria y nosotros botamos de un lado para
otro. Conforme vamos pasando por los poblados el vehículo pasa de ser un
autobús local a un camión de carga. Compartimos habitáculo con sacos de
boniatos, arroz y de estoicas gallinas. Dos enormes ruedas de tractor son
subidas al techo del bus tras muchos esfuerzos. Poco a poco los extranjeros
somos minoría. Afortunadamente la conducción es prudente y el viaje se hace sin
sobresaltos.
A
lo largo de todo el trayecto son varias las veces que nos cruzamos con
excavadoras que se afanan en quitar la tierra de los deslizamientos que
obstruyen la calzada. Las excavadoras impotentes se limitan a terminar el
trabajo que inició la naturaleza y traspasan la tierra de un lado a otro de la
carretera pues de poco sirve intentar estabilizar la ladera.
Durante
una hora estamos parados en la carretera mientras unos camiones de gran
tonelaje, que transportan unas turbinas, intentan sortear un enorme
desprendimiento de tierra que se ha producido en una curva. La excavadora había
abierto camino para un vehículo normal pero no para un gran camión, así que
tenemos que esperar a que termine de despejar la vía completamente.
Junto
a un par de israelitas nos bajamos en Pak Moung. Debemos coger un transporte
hasta Nong Khiaw pero nos piden el doble del precio normal. Tentando a la
suerte salimos de la estación de autobuses y nos dirigimos al centro del
pueblo. A mitad de camino se nos acerca una furgoneta: nos lleva por 20.000kips
cada uno. No es que no esté haciendo un favor, sino que retorna a casa y
prefiere no hacer el viaje en vacío.
Una
hora más tarde estamos sobre el puente que cruza el río Nam Ou. El paisaje es
precioso. El río se abre paso entre el tortuoso valle que crean enormes y
puntiagudas montañas de piedra caliza. Con el sol poniéndose las sombras se
adueñan del valle. Pequeñas nubes de niebla surgen de la nada y ocultan
parcialmente las montañas. Columnas de humo ascienden sobre los tejados de paja
del pueblo y se difuminan en la atmósfera cargada de humedad. Una bandada de
pequeñas grullas blancas cruzan por delante de las, ahora, oscuras montañas.
Mires donde mires te sientes observado por estos gigantes de verde y pizarra.
Las
barcas con sus toldo azules descansan en la orilla del río al abrigo de las
bravas aguas que cargadas de sedimentos descienden entre el profundo valle.
Tras
coger un sencillo bungaló en el Meexai nos decidimos a recorrer el pueblo. No
es muy grande así que en poco menos de una hora hemos llegado al otro extremo.
Sus calles de tierra, sus sencillas casas y el ritmo aletargado de un pueblo en
mitad de la nada le da una atmósfera particular. Los niños aún juegan en el
patio del colegio quemando los últimos minutos del día antes de que oscuridad
se adueñe de todo. Unos juegan al “kataw”
con la pelota de junco, otros usan sus sandalias para jugar a la petanca y a
los más traviesos les basta una rama de un árbol para hacer de las suyas.
Las
cumbres de las montañas se tiñen de un naranja intenso, preámbulo del ocaso.
Las sombras se alargan y volvemos al hotel para no dejarnos atrapar.
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