La lluviosa noche ha sido sustituida por una soleada mañana. Abrimos las contraventanas de nuestra habitación, y a lo lejos, muy a lo lejos, entre edificios, árboles, postes de luz y algún que otro colgador de ropa divisamos las brillantes aguas del Mekong.
Desayunamos
a ritmo laosiano. Y a hora laosiana, un poco tarde, nos presentamos en la
agencia de viajes. Aún así, nuestro transporte aún no ha llegado.
El
día anterior habíamos contratado una excursión a las cataratas Tat Sae junto
con un recorrido en kayak.
Diez
minutos más tarde de la hora laosiana, veinte de la europea, nos montan en una furgoneta
que va hasta los topes de más turistas. Nos tememos una macro excursión pero
afortunadamente una vez llegados al centro de operaciones de la agencia, a las
afueras de la ciudad, nos reparten en diferentes furgonetas en función de
nuestra actividad.
A
nosotros nos toca la compañía de una pareja de chinos que se comportan como tales....
Tras
veinte minutos de viaje llegamos a la orilla del río para iniciar nuestro
descenso hasta las cataratas. Nuestro guía apenas habla inglés, así que la
clase avanzada de kayak se queda en un simple boceto de gestos y sonrisas. En
cualquier caso la ruta no entraña ninguna dificultad, y aunque el río baja
caudaloso y con más troncos de los habituales, no supone peligro.
Una
vez dentro comprobamos que la furia del río es más aparente que real y
descendemos tranquilamente. El paisaje no es especialmente espectacular pero la
travesía es agradable y amena. Una hora más tarde oímos el estruendo de lo que
en un principio pensamos que son rápidos. Miramos a nuestro guía que sin previo
aviso se acerca a la orilla y desembarca. Para cuando nos hemos dado cuenta,
hace rato que hemos dejado atrás el embarcadero y seguimos río abajo. En un
abrir y cerrar de ojos nos imaginamos cayendo por unas cataratas al estilo de
las del Niágara, el ruido del agua no invita a nada más pequeño. Con furia, y
porque no decirlo con inusitada destreza, giramos el kayak y comenzamos a remar
río arriba. Por un momento parece que nos gana la batalla y vemos cada vez más
lejos nuestra salvación. Por el rabillo del ojo comenzamos a vislumbrar la
posibilidad de chocar contra la orilla del río para evitar correr peor suerte.
Pero justo cuando estamos a punto de dar nuestro brazo a torcer parece que un
nuevo impulso retoma el kayak y comenzamos a remontar el río. Llenos de euforia,
y sobrados de miedo, remamos con fuerza hasta el embarcadero. Antes de echar la
bronca al guía comprobamos que nuestra imaginación ha sido un gran dramaturgo y
ha montado un drama de la nada. El gran estruendo de agua proviene de unas
cataratas, sí, pero que se encuentran fuera del río que ajeno a tanto escándalo
sigue plácidamente su curso.
Las
cataratas Sae muestran dos caras bien diferentes en función de la estación en
la que se encuentre. Al final de la estación seca, sobre el mes de Mayo, cuando
el río apenas lleva caudal, son un conjunto de redondeados estanques donde el
agua cristalina, cual bailarina clásica, salta de un nivel a otro con gran
delicadeza. Es la cara amable, donde el agua se desborda tan silenciosamente
que más parece la piscina de un spa que una catarata. Pero ahora al final de la
estación lluviosa muestran su cara más agresiva. El agua cae con furia y rebosa
las terrazas con tal virulencia que más parece un desbordamiento. Los estanques
ya no son de un intenso color azulado sino de un marrón claro que si bien no da
aspecto de suciedad dista mucho de ser cristalino.
Pero
ya sea su versión mojigata o su versión crápula las cataratas son bellas en sí
mismas. Las aguas bravas descienden por la ladera de la montaña en una sucesión
de escaleras semiesféricas de no mucha altura más si largas. Pero lo que llama
la atención es que los árboles crecen en medio de estas cataratas. La furia con
la que bajan las aguas hace imposible que ningún árbol pueda desarrollarse
allí, así que pensamos que el origen de las cataratas es posterior al de el
bosque que lo atraviesa y que quizás algún desprendimiento de tierra cegó el
cauce del río haciéndolo desbordar por su parte más débil de forma permanente,
o quizás no......En cualquier caso nuestro guía no nos saca de dudas pues su
inglés es aún peor que el nuestro.
Es
primera hora de la mañana y el sol, aún bajo, no llega hasta las pozas. Apenas
hay gente y los pocos que estamos deambulamos sin rumbo entre pasarelas de
bambú y senderos embarrados en busca de ángulos hermosos desde los que sacar
fotos. Sólo un lugareño se anima a meterse en las cataratas pero más por afán
protagonista que porque la temperatura ambiental invite a ello. Se sube a lo
alto de un árbol y se lanza a la poza, o bien, se columpia en una cuerda
dispuesta para tal uso antes de zambullirse en las revueltas aguas de la
catarata. Toda para que los “falang” le inmortalizamos con nuestras cámaras.
Pero en cualquier caso hay que otorgarle el mérito de hacer crecer en nuestro interior
el gusanillo de la curiosidad y probar aquello de lo que él tanto disfruta.
Durante
un largo rato nos bañamos en las pozas. El agua al principio parece fría pero
el cuerpo rápidamente se aclimata y disfrutamos del baño. Jugamos con la
corriente, nos columpiamos en la cuerda o simplemente nos sentamos en el borde
mientras nuestras piernas son mecidas por la fuerte corriente.
El
sol, que ahora está casi en su cénit, ilumina con sus rayos el interior de la
cascada creando sugestivos juegos de luz. Pero con el sol llegan también todas
las camionetas que desde Luang Prabang vienen repletas de turistas. No nos
queremos ni imaginar cómo debe ser en temporada alta.
Mientras
las pozas son tomadas por los jóvenes turistas nosotros aprovechamos para
comer. Los chavales henchidos de hormonas no dejan de hacer cabriolas y
exhibirse no solo para deleite de las mozas acompañantes….
Pasado
el mediodía es hora de ponerse en marcha y descender el río en kayak durante un
par de horas. El viaje es de lo más placentero y tranquilo. De vez en cuando
vemos a pescadores lanzar sus redes en los remansos del río, a niños disfrutar
del agua y el barro y a las jóvenes madres lavar la ropa. El río consigue
mitigar el calor pero aún así sudamos por el esfuerzo del remo. Lo más divertido
es intentar pillar alguna corriente rápida y dejarse llevar por ella.
El
tiempo pasa rápido y llegamos a un pequeño pueblo ribereño donde desembarcamos.
Tomamos un refresco mientras cargan los kayaks en la camioneta y una hora más
tarde estamos en el albergue duchándonos y calculando las agujetas que vamos a
tener al día siguiente.
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