miércoles, 21 de septiembre de 2011

21.Luang Prabang


La lluviosa noche ha sido sustituida por una soleada mañana. Abrimos las contraventanas de nuestra habitación, y a lo lejos, muy a lo lejos, entre edificios, árboles, postes de luz y algún que otro colgador de ropa divisamos las brillantes aguas del Mekong.
Desayunamos a ritmo laosiano. Y a hora laosiana, un poco tarde, nos presentamos en la agencia de viajes. Aún así, nuestro transporte aún no ha llegado.
El día anterior habíamos contratado una excursión a las cataratas Tat Sae junto con un recorrido en kayak.
Diez minutos más tarde de la hora laosiana, veinte de la europea, nos montan en una furgoneta que va hasta los topes de más turistas. Nos tememos una macro excursión pero afortunadamente una vez llegados al centro de operaciones de la agencia, a las afueras de la ciudad, nos reparten en diferentes furgonetas en función de nuestra actividad.
A nosotros nos toca la compañía de una pareja de chinos que se comportan como tales....
Tras veinte minutos de viaje llegamos a la orilla del río para iniciar nuestro descenso hasta las cataratas. Nuestro guía apenas habla inglés, así que la clase avanzada de kayak se queda en un simple boceto de gestos y sonrisas. En cualquier caso la ruta no entraña ninguna dificultad, y aunque el río baja caudaloso y con más troncos de los habituales, no supone peligro.
Una vez dentro comprobamos que la furia del río es más aparente que real y descendemos tranquilamente. El paisaje no es especialmente espectacular pero la travesía es agradable y amena. Una hora más tarde oímos el estruendo de lo que en un principio pensamos que son rápidos. Miramos a nuestro guía que sin previo aviso se acerca a la orilla y desembarca. Para cuando nos hemos dado cuenta, hace rato que hemos dejado atrás el embarcadero y seguimos río abajo. En un abrir y cerrar de ojos nos imaginamos cayendo por unas cataratas al estilo de las del Niágara, el ruido del agua no invita a nada más pequeño. Con furia, y porque no decirlo con inusitada destreza, giramos el kayak y comenzamos a remar río arriba. Por un momento parece que nos gana la batalla y vemos cada vez más lejos nuestra salvación. Por el rabillo del ojo comenzamos a vislumbrar la posibilidad de chocar contra la orilla del río para evitar correr peor suerte. Pero justo cuando estamos a punto de dar nuestro brazo a torcer parece que un nuevo impulso retoma el kayak y comenzamos a remontar el río. Llenos de euforia, y sobrados de miedo, remamos con fuerza hasta el embarcadero. Antes de echar la bronca al guía comprobamos que nuestra imaginación ha sido un gran dramaturgo y ha montado un drama de la nada. El gran estruendo de agua proviene de unas cataratas, sí, pero que se encuentran fuera del río que ajeno a tanto escándalo sigue plácidamente su curso.
Las cataratas Sae muestran dos caras bien diferentes en función de la estación en la que se encuentre. Al final de la estación seca, sobre el mes de Mayo, cuando el río apenas lleva caudal, son un conjunto de redondeados estanques donde el agua cristalina, cual bailarina clásica, salta de un nivel a otro con gran delicadeza. Es la cara amable, donde el agua se desborda tan silenciosamente que más parece la piscina de un spa que una catarata. Pero ahora al final de la estación lluviosa muestran su cara más agresiva. El agua cae con furia y rebosa las terrazas con tal virulencia que más parece un desbordamiento. Los estanques ya no son de un intenso color azulado sino de un marrón claro que si bien no da aspecto de suciedad dista mucho de ser cristalino.
Pero ya sea su versión mojigata o su versión crápula las cataratas son bellas en sí mismas. Las aguas bravas descienden por la ladera de la montaña en una sucesión de escaleras semiesféricas de no mucha altura más si largas. Pero lo que llama la atención es que los árboles crecen en medio de estas cataratas. La furia con la que bajan las aguas hace imposible que ningún árbol pueda desarrollarse allí, así que pensamos que el origen de las cataratas es posterior al de el bosque que lo atraviesa y que quizás algún desprendimiento de tierra cegó el cauce del río haciéndolo desbordar por su parte más débil de forma permanente, o quizás no......En cualquier caso nuestro guía no nos saca de dudas pues su inglés es aún peor que el nuestro.
Es primera hora de la mañana y el sol, aún bajo, no llega hasta las pozas. Apenas hay gente y los pocos que estamos deambulamos sin rumbo entre pasarelas de bambú y senderos embarrados en busca de ángulos hermosos desde los que sacar fotos. Sólo un lugareño se anima a meterse en las cataratas pero más por afán protagonista que porque la temperatura ambiental invite a ello. Se sube a lo alto de un árbol y se lanza a la poza, o bien, se columpia en una cuerda dispuesta para tal uso antes de zambullirse en las revueltas aguas de la catarata. Toda para que los “falang” le inmortalizamos con nuestras cámaras. Pero en cualquier caso hay que otorgarle el mérito de hacer crecer en nuestro interior el gusanillo de la curiosidad y probar aquello de lo que él tanto disfruta.
Durante un largo rato nos bañamos en las pozas. El agua al principio parece fría pero el cuerpo rápidamente se aclimata y disfrutamos del baño. Jugamos con la corriente, nos columpiamos en la cuerda o simplemente nos sentamos en el borde mientras nuestras piernas son mecidas por la fuerte corriente.
El sol, que ahora está casi en su cénit, ilumina con sus rayos el interior de la cascada creando sugestivos juegos de luz. Pero con el sol llegan también todas las camionetas que desde Luang Prabang vienen repletas de turistas. No nos queremos ni imaginar cómo debe ser en temporada alta.
Mientras las pozas son tomadas por los jóvenes turistas nosotros aprovechamos para comer. Los chavales henchidos de hormonas no dejan de hacer cabriolas y exhibirse no solo para deleite de las mozas acompañantes….
Pasado el mediodía es hora de ponerse en marcha y descender el río en kayak durante un par de horas. El viaje es de lo más placentero y tranquilo. De vez en cuando vemos a pescadores lanzar sus redes en los remansos del río, a niños disfrutar del agua y el barro y a las jóvenes madres lavar la ropa. El río consigue mitigar el calor pero aún así sudamos por el esfuerzo del remo. Lo más divertido es intentar pillar alguna corriente rápida y dejarse llevar por ella.
El tiempo pasa rápido y llegamos a un pequeño pueblo ribereño donde desembarcamos. Tomamos un refresco mientras cargan los kayaks en la camioneta y una hora más tarde estamos en el albergue duchándonos y calculando las agujetas que vamos a tener al día siguiente.

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