martes, 20 de septiembre de 2011

20. Luang Prabang



Hoy hemos decidido dedicar el día al Luang Prabang más monumental, pero hemos sido incapaces de levantarnos a las seis de la mañana y ver a los jóvenes monjes recorrer las calles de la ciudad recogiendo, en sus artesanales cuencos, la comida que los fieles han preparado para ellos con dedicación y devoción explícita.
Así que Buda ha tenido a bien tomarse la revancha y castigarnos con cerrar el Museo Nacional justo el día que íbamos a visitarlo. Providencia por medio o no, lo cierto es que el martes es el día de cierre semanal. Algo contrariados nos hemos acercado hasta el Mekong, que baja con fuerza, pues aún la temporada de lluvias no ha terminado. Su denso color marrón denota la cantidad de sedimento que en su loco y largo recorrido arrastra. Toda la orilla está jalonada  de pequeñas casa coloniales de estilo francés. La gran mayoría de ellas rehabilitadas como hoteles. Algunos con más acierto que otros pero todos guardando el estilo que la Unesco marca, como ciudad patrimonio de la humanidad que es.
No es el típico paseo marítimo al uso. Aquí la barandilla desde la que divisar el majestuoso Mekong se sustituye por un terraplén de maleza que llega hasta el agua. Tan sólo muy de vez en cuando la maleza es seccionada limpiamente por unas rústicas escaleras de cemento, que hacen las veces de embarcadero, y donde, los lugareños se apostan para asaltar al turista, que desprevenido, se ve acosado por decenas de ofertas de excursiones en barca.
Como no puede ser menos en  un país como Laos, en la orilla se desarrolla una extraña simbiosis entre árboles, maleza y restaurantes. La convivencia es total. Algunas veces las mesas y las sillas son la predominantes y sólo los árboles se disputan el terreno para dar sombra, En cambio, en otras, la maleza se adueña del terreno y las sillas precariamente mantienen el equilibrio entre tanta espesura. Se diría que incluso los comensales deberían acudir provistos de afilados machetes si tuvieran intención de ocupar una de esas mesas.
La ciudad aún está despertándose. El personal barre entorno a las puertas de los hoteles, los repartidores de hielo comienzan su fresco reparto y los barqueros aún ojerosos mascullan sus ofertas mientras desayunan sopa de fideos. Pero el wat más importante de la ciudad hace rato que bulle de actividad.
Situado a orillas del Mekong el Wat Xieng Thong se salvó del saqueo de los haw de los Bandera Negra en 1887 porque a su líder, Deo Van Tri, le dio un ataque de morriña y no pudo destruir el templo en el que estudió de pequeñito. Desafortunadamente, con el resto de templos no tuvo tantos miramientos.
Tras pagar los consabidos 20.000 kips por entrar, lo primero que nos recibe es el marchoso sonido que proviene de la torre del tambor. Las rejas que lo protegen les hacen flaco favor a los monjes que están en su interior tocando, pues más parecen prisioneros en un delirio colectivo que servidores de Buda. Si a todo ello sumamos los cientos de cámaras que entre las rejas se meten para tomar las instantáneas deseadas, el acto religioso se convierte en un circo. Aún así los monjes impertérritos continúan con su concierto que en nada tienen que envidiar a Manumaya.
Dejando atrás los timbales nos acercamos hasta el pabellón que aloja  el coche fúnebre real. Una larga barca de 12 metros de altura con tres urnas fúnebres de la familia real. La barca es impresionante y las nagas que conforman la proa parecen querer devorar al visitante. Al final de la nave decenas de estilizados budas laosianos parecen formar una extraña comitiva de despedida. El lugar es pequeño pero pasamos un buen rato sacando fotos. Mientras, pasan tres grupos de turistas.....realmente somos lentos viendo cosas.
El sim ocupa el centro del recinto. De su interior surgen los mantras de los novicios A juzgar por las sandalias que hay fuera el templo se encuentra lleno.
El sim sigue las doctrinas clásicas del estilo laosiano y sus tejados llegan casi hasta el suelo. La curva que describen para evitarlo es elegante y casi imperceptible. Todo el exterior pintado de negro está profusamente decorado con imágenes de la vida de buda y figuras geométricas típicas. Bordeamos el lateral izquierdo, y, su trasera nos sorprende con un llamativo y dorado árbol de la vida sobre un fondo rojo carruaje.
El sol comienza a caer con fuerza y nos refugiamos bajo la sombra de uno de los muchos árboles que hay en el recinto. Siguen entrando mujeres provistas de bolsas llenas hasta rebosar de objetos. Algunas llevan pequeñas cajas planas enlazadas con cuerda, pero la mayoría son bolsas de plástico. No podemos resistir la tentación y nos acercamos al templo. Nos descalzamos, subimos las escaleras y nos sentamos discretamente en una esquina, cuidándonos mucho de que nuestros pies no señalen a la imagen de Buda. El plástico semitransparente deja que nuestros ojos hurguen en su interior: cuadernos, lápices, cepillos de dientes, “nutella”, algún cómic, cuchillas de afeitar....todo para los novicios de los templos.
Tras la ceremonia un par de colaboradores del templo comienza a leer en alto unos pequeños y alargados papeles que han cogido de una cesta. No sabemos si son deseos de los feligreses o el nombre de los novicios pero tras cada lectura una de las mujeres ofrece al colaborador su bolsa. Horas más tarde veremos alguno de los jóvenes monjes cargar las bolsas hacia el interior de sus estancias en diversos wats.
Antes de salir visitamos el pequeño pabellón del Buda Reclinado, o La Chapelle Rouge como lo llamaban los franceses. El Buda reclinado ocupa el fondo de la capilla y apenas se intuye entre otras figuras y las ofrendas de los fieles. Sigue el estilizado y curvilíneo estilo laosiano. Pero lo que más llama la atención es que la cabeza en vez de apoyarse sobre la mano derecha se encuentra ligeramente separada de ésta, en un gracioso gesto que nunca antes habíamos visto.
Continuamos camino y dejamos a un lado el río Mekong para adentrarnos en la orilla izquierda de su afluente, el Nam Kham, siguiendo la calle Sakkarin.
Esta calle se encuentra repleta de templos. Decidimos ir parando en cada uno de ellos, en parte por interés, en parte por descansar del tórrido calor. La mayoría son gratuitos pero las puertas de los sims se encuentran cerradas, por lo que sólo los disfrutamos por fuera. Aún así, son suficientemente interesantes como para dedicarles buena parte de la mañana. Los patios se encuentran vacíos y solos de vez en cuando vemos algún monje cruzarlos para dirigirse al Kuti, o estancia de los monjes. La mayoría de estos pequeños edificios residenciales se encuentran en un estado lamentable. Las sucesivas guerras y la pobre situación económica del país no permiten grandes gastos, si acaso, lo justo para mantener en buen estado los templos.
Llegado el mediodía decidimos hacer un alto en el camino para tomar fuerzas. Los precios de la ciudad son escandalosamente caros en comparación con el resto del país, en algunos casos rallando lo ridículo. Ni el arroz se salva del precio hinchado por el turismo masivo. Sólo la cerveza parece mantener el tipo y grandes carteles anuncian que su precio es igual que en el resto del país: 10.000 kips.
Algunos de estos templos están recibiendo ayuda internacional para su conservación y mantenimiento. Como es el caso del wat Xieng Muang que con fondos de la Unesco y de Nueva Zelanda ha creado un aula de docencia para enseñar a los monjes jóvenes las técnicas artesanas para conservar los templos; como el forjado de Budas, la talla de madera y la pintura. Los trabajos, como es de esperar, no son finos pero es la semilla que esperan germine, en un campo donde la guerra arrasó con toda expresión artística y religiosa.
El centro de Luang Prabang es perfectamente abarcable a pie, pero después de estar andando todo el día nuestros cuerpos empiezan a resentirse.
El sol está ahora más bajo pero el calor sigue siendo intenso. Llevamos tal cantidad de templos que han empezado a perder interés y nos pasamos más tiempo a la sombra de las enormes higueras que explorándolos.
Poco a poco volvemos a la arteria principal de la ciudad, la calle Sisavangvong, para ascender hasta lo alto de la colina que domina la ciudad y disfrutar del atardecer. Pero antes hacemos un último esfuerzo y visitamos el pequeño wat Pa Huak, en cuyo interior nos aguardan unos interesantes murales que a pesar de su lamentable estado, nunca han sido restaurados, muestran un colorido sorprendente.
Los 100m de altura de la colina los salvamos gracias a una empinada escalera de piedra que serpentea entre los árboles. Una vez arriba tenemos una excelente vista del este de la ciudad. Lamentablemente los árboles y la disposición de la colina no dejan ver el norte, donde se asientan la mayoría de los templos. En cualquier caso ver la cordillera que resguarda a la ciudad y el enorme y dorado wat Pan Phon Phao al fondo no dejan de merecer la pena.
Poco a poco la pequeña plataforma sobre la que se asienta el pequeño templo Tat Chomsi, en la misma cima de la colina Phu Si, se va llenando de gente. Uno de los guías comenta que afortunadamente es temporada baja, pues entonces es tal la cantidad de gente que sube que muchos se quedan en el camino por no haber sitio.
El sol en su descenso maquilla las marrones aguas del Mekong y lo transforma en un río de oro que parece desprender luz propia. Las oscuras sombras de los barcos parecen navegar sobre una áurea superficie líquida. Todos nos disponemos a inmortalizar el atardecer de Luang Prabang. Los más clásicos con cámara de vídeo o de fotos, los más prácticos con sus teléfonos móviles y los más idiotas con sus “tablets” de última generación. Nos entristece ver que nadie dibuja, ni que nadie simplemente mira.

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