A las ocho y media de la mañana ya estamos en el tuk-tuk dirección a la estación de autobuses. El conductor ha sido puntual algo que nos está sorprendiendo agradablemente de este país.
Nos
acercamos a la ventanilla para hacer el “check in” y comprobamos que la
comisión de la agencia de viajes es de 35.000 rupias por billete, una cifra
nada desdeñable. Primero nos manda a un autobús cuyo letrero sobre el
parabrisas indica Vang Vieng. Pero a los pocos minutos nos cambian de autobús,
el que va a la capital y que sale a las nueve en punto. Teóricamente es que
ayer al intentar contratarlo estaba completo.....No entendemos mucho pero nos
da igual, el autobús es de similares características y sale media hora antes.
El
bus es de dos plantas, aunque la inferior está habilitada como maletero y
vivienda-dormitorio de la tripulación. Para cuando subimos al bus los asientos
delanteros están ocupados por tres lugareños y un guiri. El viaje
sabemos que va a ser algo más que tortuoso por eso queríamos sentarnos en el
frente. Resignadamente nos sentamos un par de filas atrás Pero cuál es nuestra
sorpresa cuando dos de las lugareñas deciden cambiarse y marchase atrás. No se
habían enfriado los asientos cuando ya estábamos nosotros ocupándolos. El aire
acondicionado es insuficiente para refrigerar el interior del bus que espera a
pleno sol. Salimos con puntualidad.
Los
siguientes 200km son una sucesión de curvas, pendientes, deslizamientos de
tierra y baches. El paisaje que acompaña a tan tortuosa carretera es
espectacular. Las montañas no se caracterizan por su gran altura sino por lo abundantes
que son y la extensión que ocupan. Todos lo que nuestra vista es capaz de
abarcar se encuentra saturada de montañas y valles tortuosos. Si el trazado de
la carretera ya es de por si temible, el monzón ha dejado su particular huella,
y constantemente nos encontramos en el camino deslizamientos de tierra, que en
el mejor de los casos ocupan la calza, o lo que es peor, que simplemente parte
de la calzada ha desaparecido. Bueno desaparecido no, se encuentra cientos de
metros más abajo.
El
viaje se hace duro, y desde nuestros privilegiados asientos podemos oír el
vómito de algunos pasajeros. Solo estar frente al gran ventanal delantero del
bus nos libra de seguir igual camino.
Poco
a poco la apretada cadena montañosa se va abriendo y el paisaje es sustituido
por otro cárstico, menos denso pero igualmente impresionante.
Como
gigantes petrificados las grandes y oscuras montañas calcáreas salpican el
valle. La llanura es ocupada por campos de arroz. Las verdes espigas ondean a
nuestro paso.
Son
varias las aldeas que atravesamos en el camino. Casi todas, apenas una decenas
de casas situadas a ambos lados de la carretera. Unas pocas se desparraman por
las laderas de las montañas, jugándosela cada día de monzón. Pero allí han
estado durante años y si la ladera se viene abajo no queda más que llorar por
los muertos y volver a levantar las casa sobre el nuevo terreno y a veces sobre
los muertos.
Sabemos
de antemano que las cinco horas de trayecto que prometen no se va a cumplir.
Incluso dudamos que lo cumplan las furgonetas. Llegamos a la estación de Vang
Vieng ocho horas después de salir de Luang Prabang y podemos estar agradecidos
de que el autobús no se haya averiado o quedado atorado en los 30 últimos
kilómetros, donde la carretera más bien parecía la de un rallye.
Estamos
en “guirilandia” o Vang Vieng un magnífico pueblo enclavado en un paraje
cárstico a orillas de un río, que a los jóvenes guiris les debe parecer
el doble de hermoso, aunque solo sea un efecto del alcohol.
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