sábado, 24 de septiembre de 2011

24. Luang Prabang


A las ocho y media de la mañana ya estamos en el tuk-tuk dirección a la estación de autobuses. El conductor ha sido puntual algo que nos está sorprendiendo agradablemente de este país.
Nos acercamos a la ventanilla para hacer el “check in” y comprobamos que la comisión de la agencia de viajes es de 35.000 rupias por billete, una cifra nada desdeñable. Primero nos manda a un autobús cuyo letrero sobre el parabrisas indica Vang Vieng. Pero a los pocos minutos nos cambian de autobús, el que va a la capital y que sale a las nueve en punto. Teóricamente es que ayer al intentar contratarlo estaba completo.....No entendemos mucho pero nos da igual, el autobús es de similares características y sale media hora antes.
El bus es de dos plantas, aunque la inferior está habilitada como maletero y vivienda-dormitorio de la tripulación. Para cuando subimos al bus los asientos delanteros están ocupados por tres lugareños y un guiri. El viaje sabemos que va a ser algo más que tortuoso por eso queríamos sentarnos en el frente. Resignadamente nos sentamos un par de filas atrás Pero cuál es nuestra sorpresa cuando dos de las lugareñas deciden cambiarse y marchase atrás. No se habían enfriado los asientos cuando ya estábamos nosotros ocupándolos. El aire acondicionado es insuficiente para refrigerar el interior del bus que espera a pleno sol. Salimos con puntualidad.
Los siguientes 200km son una sucesión de curvas, pendientes, deslizamientos de tierra y baches. El paisaje que acompaña a tan tortuosa carretera es espectacular. Las montañas no se caracterizan por su gran altura sino por lo abundantes que son y la extensión que ocupan. Todos lo que nuestra vista es capaz de abarcar se encuentra saturada de montañas y valles tortuosos. Si el trazado de la carretera ya es de por si temible, el monzón ha dejado su particular huella, y constantemente nos encontramos en el camino deslizamientos de tierra, que en el mejor de los casos ocupan la calza, o lo que es peor, que simplemente parte de la calzada ha desaparecido. Bueno desaparecido no, se encuentra cientos de metros más abajo.
El viaje se hace duro, y desde nuestros privilegiados asientos podemos oír el vómito de algunos pasajeros. Solo estar frente al gran ventanal delantero del bus nos libra de seguir igual camino.
Poco a poco la apretada cadena montañosa se va abriendo y el paisaje es sustituido por otro cárstico, menos denso pero igualmente impresionante.
Como gigantes petrificados las grandes y oscuras montañas calcáreas salpican el valle. La llanura es ocupada por campos de arroz. Las verdes espigas ondean a nuestro paso.
Son varias las aldeas que atravesamos en el camino. Casi todas, apenas una decenas de casas situadas a ambos lados de la carretera. Unas pocas se desparraman por las laderas de las montañas, jugándosela cada día de monzón. Pero allí han estado durante años y si la ladera se viene abajo no queda más que llorar por los muertos y volver a levantar las casa sobre el nuevo terreno y a veces sobre los muertos.
Sabemos de antemano que las cinco horas de trayecto que prometen no se va a cumplir. Incluso dudamos que lo cumplan las furgonetas. Llegamos a la estación de Vang Vieng ocho horas después de salir de Luang Prabang y podemos estar agradecidos de que el autobús no se haya averiado o quedado atorado en los 30 últimos kilómetros, donde la carretera más bien parecía la de un rallye.
Estamos en “guirilandia” o Vang Vieng un magnífico pueblo enclavado en un paraje cárstico a orillas de un río, que a los jóvenes guiris les debe parecer el doble de hermoso, aunque solo sea un efecto del alcohol.

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