Otra mañana más que amanece lloviendo. Y esta vez lo hace de forma torrencial y sin visos de que vaya a dejar de hacerlo. La nubes ocultan totalmente las montañas y apenas vemos el río desde nuestro bungaló. Esperamos a que amaine, pero en vista de que no lo hace abandonamos el hotel bajo la lluvia y nos dirigimos al embarcadero. Casi todos los que vamos a ir a Muang Ngoi Neua somos extranjeros. Mientras esperamos a que salga el barco nos comentan que normalmente en el norte de Laos siempre llueve al amanecer y al anochecer pero que en las horas centrales del día despejará. Con esa esperanza subimos a la barca y remontamos el río.
Si
las montañas ya de por sí parecen majestuosas, cubiertas de niebla como los
están hoy, son aún más magnificas. Son enormes carboneras consumiéndose por
dentro. De su interior entre la espesa vegetación surge ese humo frío que las
cubre por completo resaltando la silueta de los arboles más grandes.
Parecemos
sumidos en el más recóndito de los parajes de Laos. Aislados del mundo. Aquí la
huella del hombre apenas es perceptible, si acaso alguna que otra barca
atracada en la orilla del río, o alguna rústica chabola entre la espesura.
El
tiempo va mejorando y deja finalmente de llover. El río está crecido un par de
metros por encima de su nivel normal así que no es extraño ver grandes árboles
en medio del cauce. Después de hora y media de viaje llegamos a nuestro
destino.
Muang
Ngoi Neua es un remoto y diminuto pueblo situado a orillas del Nam Ou entre
fantásticas montañas de piedra caliza y campos de arroz. La única forma de
llegar hasta él es en barco. Este aislamiento es lo que le ha hecho mantener su
personalidad, aunque desde la llegada del turismo parece que cada casa del
pueblo sea una pensión o un restaurante. El pueblo tiene forma de T y su “calle
principal” paralela al río poco más de 500m.
Después
de elegir alojamiento, casi todos muy parecidos, nos disponemos a recorrer el
pueblo. La expedición no dura más de cinco minutos pues no hay nada más allá de
su “calle principal”. Al final de ésta vemos un cartel que anuncia “caves” y
nos disponemos a seguirlo.
El
sendero se adentra paralelo a un afluente de río por entre un angosto valle.
Las lluvias han convertido el camino en un barrizal pero continuamos andando.
Hace tiempo que el día despejó por lo que agradecemos la sombra de los árboles pues
el calor es sofocante. En cualquier caso el paisaje es tan bonito que nos hace
olvidarnos de todas las incomodidades. Incluso de las sanguijuelas que nos
tenemos que quitar constantemente de los pies. A pesar de lo estrecho del valle,
los agricultores locales se las ingenian para plantar pequeños y alargados
campos de arroz. El verde intenso de la espiga de la planta de arroz contrasta
con las abruptas montañas que lo rodean. En el camino decenas de mariposas se
cruzan en nuestro camino. Aprovechan las frutas podridas y húmedas del suelo
para nutrirse de azúcar. A nuestro paso levantan el vuelo para retornar en
nuestra ausencia. Las libélulas sobrevuelan con gracia los campos de arroz.
Pero apenas vemos aves. Sí alguna que otra culebra, que se cruza en nuestro
camino, lo que nos incita a recoger del suelo sendas ramas que en lo sucesivo
harán de bastón y arma de defensa.
Cinco
kilómetros más tarde llegamos a la cueva. Para acceder a ella y a los pueblos
que hay en las inmediaciones debemos abonar 10.000 kips. Un cartel anuncia que
el dinero es usado para la escuela local. Queremos creerles y así lo hacemos. Pasamos
un rato en la cueva que no es muy interesante y cruzamos un puente de bambú que
nos conduce a las aldeas cercanas. Seguimos paralelos al rio pero ahora el
bosque es más cerrado y apenas vemos nada más allá de las ramas.
Nos
cruzamos con unos israelitas que nos dicen el que poblado de Huay Bo está a
media hora de camino. Sabemos que el tiempo se nos echa encima pero aún así
decidimos continuar. Cruzamos un riachuelo y tras pasar una cerca nos topamos
con un maravilloso campo de arroz rodeado de montañas. A nuestras espaldas el
estrecho valle que hemos recorrido parece cerrarse sobre sí mismo. Desde aquí
se divisa toda su perspectiva que perece perderse más allá de las altas
montañas. Incluso la luz parece quedar atrapada. Frente a nosotros el valle se
abre en un amplio abanico de unos cuantos
kilómetros. Todo cubierto de un campo de arroz dispuesto en un par de
enormes terrazas.
Serpenteamos
por entre los arrozales mientras nos cruzamos con lugareños que vuelve a casa.
Vamos a contrarreloj sabedores que apenas nos queda una hora de luz. Pero aún queremos
ver el pueblo, aunque sea desde lejos. Continuamos por el camino sorteando los
sumideros que conectan las terrazas, cruzando pequeño puentes de bambú… hasta
que tras un recodo divisamos la aldea. No parece más que una decena de casas
pero volveremos.
Con
el paso apretado desandamos el camino. La luz comienza a cambiar rápidamente.
Nos vamos acercando al valle que cada vez parece más oscuro. Las montañas más
lejanas comienzan a perder su forma hasta desaparecer bajo un halo blanco. Como
si de una cortina espectral se tratase el halo blanco se desplaza con
sorprendente rapidez a lo largo del valle. Notamos en nuestras caras el aire que desplaza... El
campo de arroz comienza a removerse inquieto. Como si de una mano invisible,
que recorre todo el valle, las espigas se doblan bajo su peso. Cada vez más
cerca, cada vez menos valle. Hasta que finalmente las cortina nos engulle y
continuamos andando bajo una lluvia torrencial.
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