sábado, 17 de septiembre de 2011

17. Nong Khiaw



Otra mañana más que amanece lloviendo. Y esta vez lo hace de forma torrencial y sin visos de que vaya a dejar de hacerlo. La nubes ocultan totalmente las montañas y apenas vemos el río desde nuestro bungaló. Esperamos a que amaine, pero en vista de que no lo hace abandonamos el hotel bajo la lluvia y nos dirigimos al embarcadero. Casi todos los que vamos a ir a Muang Ngoi Neua somos extranjeros. Mientras esperamos a que salga el barco nos comentan que normalmente en el norte de Laos siempre llueve al amanecer y al anochecer pero que en las horas centrales del día despejará. Con esa esperanza subimos a la barca y remontamos el río.
Si las montañas ya de por sí parecen majestuosas, cubiertas de niebla como los están hoy, son aún más magnificas. Son enormes carboneras consumiéndose por dentro. De su interior entre la espesa vegetación surge ese humo frío que las cubre por completo resaltando la silueta de los arboles más grandes.
Parecemos sumidos en el más recóndito de los parajes de Laos. Aislados del mundo. Aquí la huella del hombre apenas es perceptible, si acaso alguna que otra barca atracada en la orilla del río, o alguna rústica chabola entre la espesura.
El tiempo va mejorando y deja finalmente de llover. El río está crecido un par de metros por encima de su nivel normal así que no es extraño ver grandes árboles en medio del cauce. Después de hora y media de viaje llegamos a nuestro destino.
Muang Ngoi Neua es un remoto y diminuto pueblo situado a orillas del Nam Ou entre fantásticas montañas de piedra caliza y campos de arroz. La única forma de llegar hasta él es en barco. Este aislamiento es lo que le ha hecho mantener su personalidad, aunque desde la llegada del turismo parece que cada casa del pueblo sea una pensión o un restaurante. El pueblo tiene forma de T y su “calle principal” paralela al río poco más de 500m.
Después de elegir alojamiento, casi todos muy parecidos, nos disponemos a recorrer el pueblo. La expedición no dura más de cinco minutos pues no hay nada más allá de su “calle principal”. Al final de ésta vemos un cartel que anuncia “caves” y nos disponemos a seguirlo.
El sendero se adentra paralelo a un afluente de río por entre un angosto valle. Las lluvias han convertido el camino en un barrizal pero continuamos andando. Hace tiempo que el día despejó por lo que agradecemos la sombra de los árboles pues el calor es sofocante. En cualquier caso el paisaje es tan bonito que nos hace olvidarnos de todas las incomodidades. Incluso de las sanguijuelas que nos tenemos que quitar constantemente de los pies. A pesar de lo estrecho del valle, los agricultores locales se las ingenian para plantar pequeños y alargados campos de arroz. El verde intenso de la espiga de la planta de arroz contrasta con las abruptas montañas que lo rodean. En el camino decenas de mariposas se cruzan en nuestro camino. Aprovechan las frutas podridas y húmedas del suelo para nutrirse de azúcar. A nuestro paso levantan el vuelo para retornar en nuestra ausencia. Las libélulas sobrevuelan con gracia los campos de arroz. Pero apenas vemos aves. Sí alguna que otra culebra, que se cruza en nuestro camino, lo que nos incita a recoger del suelo sendas ramas que en lo sucesivo harán de bastón y arma de defensa.
Cinco kilómetros más tarde llegamos a la cueva. Para acceder a ella y a los pueblos que hay en las inmediaciones debemos abonar 10.000 kips. Un cartel anuncia que el dinero es usado para la escuela local. Queremos creerles y así lo hacemos. Pasamos un rato en la cueva que no es muy interesante y cruzamos un puente de bambú que nos conduce a las aldeas cercanas. Seguimos paralelos al rio pero ahora el bosque es más cerrado y apenas vemos nada más allá de las ramas.
Nos cruzamos con unos israelitas que nos dicen el que poblado de Huay Bo está a media hora de camino. Sabemos que el tiempo se nos echa encima pero aún así decidimos continuar. Cruzamos un riachuelo y tras pasar una cerca nos topamos con un maravilloso campo de arroz rodeado de montañas. A nuestras espaldas el estrecho valle que hemos recorrido parece cerrarse sobre sí mismo. Desde aquí se divisa toda su perspectiva que perece perderse más allá de las altas montañas. Incluso la luz parece quedar atrapada. Frente a nosotros el valle se abre en un amplio abanico de unos cuantos  kilómetros. Todo cubierto de un campo de arroz dispuesto en un par de enormes terrazas.
Serpenteamos por entre los arrozales mientras nos cruzamos con lugareños que vuelve a casa. Vamos a contrarreloj sabedores que apenas nos queda una hora de luz. Pero aún queremos ver el pueblo, aunque sea desde lejos. Continuamos por el camino sorteando los sumideros que conectan las terrazas, cruzando pequeño puentes de bambú… hasta que tras un recodo divisamos la aldea. No parece más que una decena de casas pero volveremos.
Con el paso apretado desandamos el camino. La luz comienza a cambiar rápidamente. Nos vamos acercando al valle que cada vez parece más oscuro. Las montañas más lejanas comienzan a perder su forma hasta desaparecer bajo un halo blanco. Como si de una cortina espectral se tratase el halo blanco se desplaza con sorprendente rapidez a lo largo del valle. Notamos  en nuestras caras el aire que desplaza... El campo de arroz comienza a removerse inquieto. Como si de una mano invisible, que recorre todo el valle, las espigas se doblan bajo su peso. Cada vez más cerca, cada vez menos valle. Hasta que finalmente las cortina nos engulle y continuamos andando bajo una lluvia torrencial.

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