Nos
levantamos al amanecer bajo el murmullo de las olas. Cuando llegamos ayer era
noche cerrada. La oscuridad y cansancio nos impidieron investigar nuestro
pequeño trozo de paraíso. Nos encontrábamos en el extremo noreste de la isla.
El alojamiento constaba de 4 cabañas grandes alineadas en una pequeña playa
cuya media luna de arena blanca prácticamente desaparecía con la pleamar. La
pequeña isla está sólo ocupada por alojamientos turísticos de mayor o menor
calidad. Justo en el extremo opuesto a nosotros se encontraba el lujoso
“resort” Kri, cuyas tarifas rondaban los 1000€ a la semana con buceo incluido.
En la costa sur de la isla se situaban otros tres alojamientos mucho más
económicos, que abarcaban desde el más básico con diminutas y precarias
cabañas, hasta otro muy atractivo con nuevas y amplias cabañas y opción de
buceo. Todas ellas, sin embargo, pecaban del mismo fallo: sus playas
desaparecían con la marea alta.
El Mangkur Kodor por contra no solo disponía de una de las pocas playas de la isla, sino que además su ubicación hacía que la sensación de paradisíaco aislamiento aumentara. Con la marea alta no había forma de acceder al “homestay” salvo, si acaso, atravesando la frondosa selva que ocupa el centro de la isla, algo que ni tan siquiera los lugareños hacen. Las zonas comunes del alojamiento eran básicas. Una pequeña cocina donde preparaba la comida la mujer y la madre de Raymond, unos baños con pozo séptico y duchas de agua dulce, y un comedor de una única y alargada mesa con bancos corridos. La familia la constituía la madre de Raymond, mujer de pocas palabras, sus tres hijos, el hermano y su madre. Todos compartían una cabaña sita en el extremo opuesto de la playa. Eran diligentes pero posiblemente su mayor fallo era que eran muy cayados e interactuaban poco con el huésped. Además Raymond pecaba de liante y poco claro, aún así el paisaje era tan bonito y la comida, aunque repetitiva, lo suficientemente buena como para olvidar todos estos inconvenientes. Desayunamos en el porche de la cabaña mientras mirábamos el mar y las islas que se recortaban en el horizonte. Descansamos un rato leyendo en el embarcadero cubierto tumbados en unas hamacas mientras la brisa secaba el sudor de nuestra piel. A las 10 de la mañana la marea había bajado lo suficiente como para explorar la costa. Poco a poco, entre las rocas y evitando que las olas nos mojaran más allá de los muslos, fuimos al lado norte. Allí nos esperaba una alargada y enorme playa de fina arena blanca totalmente desierta. Aquello estaba muy bien. La playa tenía más de un kilómetro de largo y estaba delimitada por un lado por las transparentes aguas del océano y por otro por la frondosa y verde selva.
Dejamos las toallas y máscaras en mano nos sumergimos en las aguas. El snorquel que nos esperaba fue sublime. A lo largo de toda la costa, a unos 100m de distancia, tras la pradera submarina se encontraba un arrecife lleno de vida y sobretodo de variedad y color. Nunca antes habíamos visto tanta variedad de coral distinto en tan poco espacio: corales de trébol, cuerno de alce, coral cerebro, coral de dedo, gorgonias, esponjas barril…No en vano en Raja Ampat pueden verse el 75% de todas las especies de coral del mundo. Un espectáculo increíble.
El Mangkur Kodor por contra no solo disponía de una de las pocas playas de la isla, sino que además su ubicación hacía que la sensación de paradisíaco aislamiento aumentara. Con la marea alta no había forma de acceder al “homestay” salvo, si acaso, atravesando la frondosa selva que ocupa el centro de la isla, algo que ni tan siquiera los lugareños hacen. Las zonas comunes del alojamiento eran básicas. Una pequeña cocina donde preparaba la comida la mujer y la madre de Raymond, unos baños con pozo séptico y duchas de agua dulce, y un comedor de una única y alargada mesa con bancos corridos. La familia la constituía la madre de Raymond, mujer de pocas palabras, sus tres hijos, el hermano y su madre. Todos compartían una cabaña sita en el extremo opuesto de la playa. Eran diligentes pero posiblemente su mayor fallo era que eran muy cayados e interactuaban poco con el huésped. Además Raymond pecaba de liante y poco claro, aún así el paisaje era tan bonito y la comida, aunque repetitiva, lo suficientemente buena como para olvidar todos estos inconvenientes. Desayunamos en el porche de la cabaña mientras mirábamos el mar y las islas que se recortaban en el horizonte. Descansamos un rato leyendo en el embarcadero cubierto tumbados en unas hamacas mientras la brisa secaba el sudor de nuestra piel. A las 10 de la mañana la marea había bajado lo suficiente como para explorar la costa. Poco a poco, entre las rocas y evitando que las olas nos mojaran más allá de los muslos, fuimos al lado norte. Allí nos esperaba una alargada y enorme playa de fina arena blanca totalmente desierta. Aquello estaba muy bien. La playa tenía más de un kilómetro de largo y estaba delimitada por un lado por las transparentes aguas del océano y por otro por la frondosa y verde selva.
Dejamos las toallas y máscaras en mano nos sumergimos en las aguas. El snorquel que nos esperaba fue sublime. A lo largo de toda la costa, a unos 100m de distancia, tras la pradera submarina se encontraba un arrecife lleno de vida y sobretodo de variedad y color. Nunca antes habíamos visto tanta variedad de coral distinto en tan poco espacio: corales de trébol, cuerno de alce, coral cerebro, coral de dedo, gorgonias, esponjas barril…No en vano en Raja Ampat pueden verse el 75% de todas las especies de coral del mundo. Un espectáculo increíble.
50m más
hacia el interior el coral caía por una pronunciada pared hasta perderse en las
profundidades del océano a más de 40m. Todo el coral rebosaba de vida y pudimos
ver aquella mañana más variedad de peces que muchas otras inmersiones que
habíamos realizado por el sudeste asiático. Tortugas, tiburones de punta negra,
morenas, sepias, barracudas, peces payaso, meros gigantes de Queensland,
pargos, napoleones, atunes diente de perro, jureles……y un sin fin de animales
más. La claridad del agua era excelente y hacía que los colores resaltaran aún
más. Flotábamos a escasos 20 centímetros del arrecife en un agua en calma, era
lo más parecido a volar.
Tan
espectacular era el arrecife que se nos fue por completo el tiempo. Habíamos
sido precavidos y nos sumergimos con camiseta pero no nos dimos protección
solar así que al salir del agua nos dimos cuenta de que nos habíamos quemado
las piernas, la frente y los brazos. Eso iba a ser doloroso.
Nos
tumbamos en la arena a la sombra de una palmera mientras descansábamos.
Disfrutábamos no solo del paisaje sino también de la calma y la soledad. Llegar
hasta aquí no era fácil ni barato y eso era algo de lo que teníamos que
aprovecharnos.
Antes de
que la marea subiese y nos impidiese volver a nuestra cabaña retornamos. La
piel había ido poco a poco a lo largo del día tomando un doloroso color rojizo.
Tendríamos que aguantarnos pues no disponíamos de ninguna crema para
aliviarnos.
Lo que
quedaba del día lo pasamos sentados en el embarcadero, a ratos leyendo, a ratos
estudiando inglés y la mayor parte del tiempo disfrutando de las vistas y la
tranquilidad.