A las 6:15 el rickshaw
nos dejaba en las puertas de la estación de tren. Ayudados por los acomodadores
no fue difícil encontrar nuestros asientos. La estación recordaba mucho a las
que un par de años antes habíamos visto en La India. Otra ciudad dentro de la
ciudad. Los andenes estaban llenos de los más desfavorecidos de la sociedad.
Los más llamativos eran los afectados por la polio o con espina bífida pues sus
retorcidas piernas les impedían caminar, pero también abundaban los ciegos,
leprosos y los sencillamente, y más afortunados, solo pobres.
El tren salió
con puntualidad. Durante kilómetros discurrió entre la infravivienda de la
capital que ajena al peligro ocupaba el espacio entre los muros que delimitan
la línea férrea y las propias vías. Apenas unos centímetros separaban las
viviendas de los vagones. Si en ese momento alguien hubiese salido por la
puerta hubiera encontrado la muerte de manera segura. La mayoría de estas chabolas
estaban construidas con chapa de metal y cualquier otro material de desecho que
sirva bien para levantar una pared bien para hacer un tejado. No podíamos
evitar sorprendernos viendo a niños de no más de tres años jugando a escasos
centímetros de las vías con absoluta indiferencia, la suya y la de sus padres.
Como muchas
otras ciudades de los países subdesarrollados, en los últimos años Dhaka ha
sufrido un crecimiento desordenado e incontrolado de su población, lo que ha
generado la construcción de barrios marginales, ya sea sobre terreno público o
privado pero en su mayor parte ilegales, y sin ningún servicio básico como agua
corriente o sistema de recogida de aguas negras. Se estima que casi la mitad de
los 12 millones de habitantes de la capital viven en infraviviendas de este
tipo.
Una vez que
dejamos la superpoblada capital el paisaje se vuelve eminentemente verde y
azul. El verde de los campos de arroz y el azul del agua que lo inundaba todo.
Los campos se extenden más allá de lo que la vista alcanza gracias a una
orografía eminentemente llana.
Con tan solo
media hora de retraso llegamos a Srimongol. La ciudad es pequeña y solo posee
tres alojamientos para turistas. Nos decantamos por el Hotel Plaza pues aunque
era un poco más caro las habitaciones estaban más limpias y eran más grandes.
Desde nuestra llegada a la estación se nos pegó un guía y aunque rechazamos sus
excursiones porque eran demasiado caras para nosotros, nos fue de mucha
utilidad, ya que en apenas una hora estábamos alojados en el hotel, habíamos
alquilado unas bicicletas y comprado crema antimosquitos. Sin él nos hubiera
llevado muchísimo tiempo así que se lo agradecimos de la única forma que se
puede hacer en Bangladesh; con una sonrisa y dinero, lo primero alimenta el
espíritu y lo segundo el cuerpo.
Aún nos
quedaban algunas horas de luz así que tomamos las bicicletas y nos encaminamos
hacia los campos de té. El tráfico en la ciudad era caótico. Centenares de
miles de rickshaw ocupaban la carretera.....bueno quizás no fuesen tantos pero
subidos en la bicicleta y en mitad del cruce principal del pueblo desde luego
que lo parece. Pero lo cierto es que apenas a un par de kilómetros del centro,
la llana carretera que serpentea entre los campos de té lo hace casi sin
tráfico. A 5km del pueblo hay un puesto de té que se ha hecho famoso por servir
el “té de 7 colores” que no es otra cosa que un vaso compuesto por siete tipos
diferentes de té que no se mezclan entre ellos. Cada tipo de té es de un color
y una densidad distinta lo que consigue este fantástico efecto. Incluso cuando
lo bebes los 7 tés se mantienen separados. Y lo mejor de todo, además de ser visualmente
llamativo es gustosamente rico.
Al atardecer
volvimos al pueblo. Las nubes dejaban pasar los últimos rayos de sol del día
iluminado a las campesinas que recogían brotes de té antes de que acabase día.
La oferta
gastronómica no es muy variada y la barrera idiomática lo hace aún más difícil.
Aunque es evidente que tanto la cocina bengalí como la India beben de las
mismas fuentes podemos decir que la primera no fue una alumna tan aplicada. Nos
costaba encontrar algún plato que fuera de nuestro agrado. Afortunadamente el
hambre lo quitábamos antes a base de paratha, samosas y roti.
Tras cenar nos
retiramos a nuestros catres, porque las camas no podían recibir otro nombre.
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