sábado, 29 de septiembre de 2012

29. Srimongol (Bangladesh)



A las 6:15 el rickshaw nos dejaba en las puertas de la estación de tren. Ayudados por los acomodadores no fue difícil encontrar nuestros asientos. La estación recordaba mucho a las que un par de años antes habíamos visto en La India. Otra ciudad dentro de la ciudad. Los andenes estaban llenos de los más desfavorecidos de la sociedad. Los más llamativos eran los afectados por la polio o con espina bífida pues sus retorcidas piernas les impedían caminar, pero también abundaban los ciegos, leprosos y los sencillamente, y más afortunados, solo pobres.
El tren salió con puntualidad. Durante kilómetros discurrió entre la infravivienda de la capital que ajena al peligro ocupaba el espacio entre los muros que delimitan la línea férrea y las propias vías. Apenas unos centímetros separaban las viviendas de los vagones. Si en ese momento alguien hubiese salido por la puerta hubiera encontrado la muerte de manera segura. La mayoría de estas chabolas estaban construidas con chapa de metal y cualquier otro material de desecho que sirva bien para levantar una pared bien para hacer un tejado. No podíamos evitar sorprendernos viendo a niños de no más de tres años jugando a escasos centímetros de las vías con absoluta indiferencia, la suya y la de sus padres.
Como muchas otras ciudades de los países subdesarrollados, en los últimos años Dhaka ha sufrido un crecimiento desordenado e incontrolado de su población, lo que ha generado la construcción de barrios marginales, ya sea sobre terreno público o privado pero en su mayor parte ilegales, y sin ningún servicio básico como agua corriente o sistema de recogida de aguas negras. Se estima que casi la mitad de los 12 millones de habitantes de la capital viven en infraviviendas de este tipo.
Una vez que dejamos la superpoblada capital el paisaje se vuelve eminentemente verde y azul. El verde de los campos de arroz y el azul del agua que lo inundaba todo. Los campos se extenden más allá de lo que la vista alcanza gracias a una orografía eminentemente llana.
Con tan solo media hora de retraso llegamos a Srimongol. La ciudad es pequeña y solo posee tres alojamientos para turistas. Nos decantamos por el Hotel Plaza pues aunque era un poco más caro las habitaciones estaban más limpias y eran más grandes. Desde nuestra llegada a la estación se nos pegó un guía y aunque rechazamos sus excursiones porque eran demasiado caras para nosotros, nos fue de mucha utilidad, ya que en apenas una hora estábamos alojados en el hotel, habíamos alquilado unas bicicletas y comprado crema antimosquitos. Sin él nos hubiera llevado muchísimo tiempo así que se lo agradecimos de la única forma que se puede hacer en Bangladesh; con una sonrisa y dinero, lo primero alimenta el espíritu y lo segundo el cuerpo.
Aún nos quedaban algunas horas de luz así que tomamos las bicicletas y nos encaminamos hacia los campos de té. El tráfico en la ciudad era caótico. Centenares de miles de rickshaw ocupaban la carretera.....bueno quizás no fuesen tantos pero subidos en la bicicleta y en mitad del cruce principal del pueblo desde luego que lo parece. Pero lo cierto es que apenas a un par de kilómetros del centro, la llana carretera que serpentea entre los campos de té lo hace casi sin tráfico. A 5km del pueblo hay un puesto de té que se ha hecho famoso por servir el “té de 7 colores” que no es otra cosa que un vaso compuesto por siete tipos diferentes de té que no se mezclan entre ellos. Cada tipo de té es de un color y una densidad distinta lo que consigue este fantástico efecto. Incluso cuando lo bebes los 7 tés se mantienen separados. Y lo mejor de todo, además de ser visualmente llamativo es gustosamente rico.
Al atardecer volvimos al pueblo. Las nubes dejaban pasar los últimos rayos de sol del día iluminado a las campesinas que recogían brotes de té antes de que acabase día.
La oferta gastronómica no es muy variada y la barrera idiomática lo hace aún más difícil. Aunque es evidente que tanto la cocina bengalí como la India beben de las mismas fuentes podemos decir que la primera no fue una alumna tan aplicada. Nos costaba encontrar algún plato que fuera de nuestro agrado. Afortunadamente el hambre lo quitábamos antes a base de paratha, samosas y roti.
Tras cenar nos retiramos a nuestros catres, porque las camas no podían recibir otro nombre.

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