domingo, 2 de octubre de 2011

02. Tad Lao


Tras el pantagruélico desayuno en Mama´s & Papas´s salimos de nuevo. La carretera está perfectamente asfaltada y discurre serpenteante entre pequeñas colinas vestidas de vegetación baja. Es aún temprano y por el camino nos cruzamos con abundantes tractores. Sus remolques están llenos de gente de todas las edades para trabajar en el campo. A veces alguna túnica azafrán destaca entre las ropas sucias llenas de tierra. Sólo usan el tractor para trasladarse al templo.
Llegamos hasta Tha Taeng donde hacemos un alto para descansar y ver el mercado. Al ser temprano bulle de actividad, especialmente la zona de alimentos. Los lugareños se aprovisionan de comida para el día. Pollos despiezados, patas de búfalo, vísceras inidentificables, pescados varios en sus barreños de agua para conservarlos apilados pero vivos. Y las ranas con sus patas traseras rotas intentando respirar por una piel que hace tiempo le arrancaron completamente. Nos sigue pareciendo dantesco pese a verlo año tras año.
A pocos kilómetros de Sekong un control policial. Yo me bajo la visera y paso de largo. Para cuando el policía se da cuenta e intenta echar el alto a Gortxu, éste ya ha pasado. Nos libramos por los pelos. Sekong no nos llama la atención y la atravesamos sin pararnos. A la salida de la ciudad otro control policial. Pasamos desapercibidos pues están inspeccionando un camión.
Llegamos al Kilómetro 52, Ban Bengkhua Kham. Intentamos repostar en la gasolinera del pueblo pero está desabastecida. Le decimos al chico nuestro destino, “Paksong”, él mira mi nivel de gasolina y asiente pero cuando mira el de Gortxu sencillamente no dice nada. Nos esperan 72km de carretera de tierra, que atraviesa una zona selvática absolutamente desasistida. No nos queremos arriesgar a quedarnos sin gasolina así que continuamos carretera hacia Attapeu y a los pocos metros topamos con una gasolinera de barril.
A lo largo de todas las carreteras de Asia es frecuente ver este tipo de instalaciones. Sólo hace falta tener un gran barril de gasolina, un medidor (basta con una jarra) y ponerse a pie de carretera para venderla. Existe, como no, la opción “take away” unas botellas de vidrio o plástico de un litro llenas de gasolina y selladas listas para comprar. El precio suele ser un poquito más alto que el de una gasolinera reglada pero salva a los conductores, en más de una ocasión, de quedarse tirados en la carretera. Llenamos los depósitos hasta la última gota y tomamos la carretera de tierra hacia Paksong.
Los primeros 10km, la carretera aunque de tierra y con rodadas, son fáciles de hacer. Pero luego el camino se vuelve impracticable. Hemos llegado demasiado pronto o demasiado tarde según se mire. Hasta hace un año la carretera de tierra original, aunque con dificultades por las lluvias, nos hubiese permitido recorrerla. O demasiado pronto pues actualmente se han iniciado unas obras de ampliación de la calzada y posterior asfaltado, pero no estará listo por lo menos en unos cuantos años. En definitiva que los que nos encontramos fue una carretera en obras donde el desbrozado de la selva y movimientos de tierras habían vuelto la carretera en una pista de barro donde la moto se hundía hasta la mitad de la rueda. Incluso un 4x4 hubiese tenido dificultades para atravesarla. Nosotros lo intentamos durante unos centenares de metros pero terminamos llenos de barro y sin ver el final de la pesadilla. Hemos empleado casi una hora y no hemos recorrido ni 3 kilómetros y aún nos esperan 70 desconocidos kilómetros. Una temeridad.
Desandamos el camino y nos paramos en el río para lavarnos nosotros, pues tenemos barro hasta en las cejas, y las motos. Llegaremos a Paksong por una buena carretera alternativa.
Ya anocheciendo y a 15 kilómetros de Paksong el cielo cambia de color. Las nubes parecen crecer de la nada y son cada vez más compactas y oscuras. El anochecer adquiere una luminosidad extraña, espectral. Anuncia un cambio. Un cambio que no es beneficioso para nosotros. A lo lejos vemos como las montañas que rodean Paksong, poco a poco desaparecen bajo una capa gris que no puede ser otra cosa que agua. A 10 kilómetros una impresionante tromba de agua nos engulle. Las gotas golpean nuestros cuerpos como minúsculas piedras que nos hace aminorar la velocidad. Las finas chamarras que nos hemos puesto ni nos protegen del frío ni de la lluvia. Tiritando y ateridos de frío apenas podemos distinguir la carretera. Pero estamos en medio de la nada. No nos queda más alternativa que continuar. Caminamos en el borde de la indecisión. El frío y el dolor que sentimos con cada gota de lluvia nos hace acelerar, pero el agua y la baja visibilidad nos obliga a disminuir la velocidad ante el riesgo cierto de accidente.
Cada vez vemos menos y empezamos a plantearnos la posibilidad de parar, pero justo en el último momento vemos un hostal. Decididos y empapamos entramos en la recepción. Pedimos una habitación e inmediatamente entramos. No tiene agua caliente, es diminuta y sin mobiliario salvo una cama con el colchón más duro que jamás hayamos visto. Miramos por la ventana y nos sentimos como en un palacio. Fuera hace frío y está oscuro.

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