Las indicaciones hasta la intersección con la carretera
principal son claras pero luego se vuelven confusas. Mientras pedaleamos entre
campos de arroz unos chavales nos salen a la carretera y se prestan a hacernos
de guía. Les preguntamos por el templo, y nos dicen que está aquí mismo. Para
ser un templo importante la entrada al recinto no es muy espectacular y el
entorno aún menos. Más bien parece una cantera artesana. Estamos con la mosca
detrás de la oreja. Sabemos que los chavales son capaces de hacer cualquier
cosa por un par de dólares. Les decimos que no necesitamos guía. No nos fiamos
de ellos así que yo me quedo con las bicis mientras Gortxu va a inspeccionar la
zona seguido por la chavalería que aseveran que ésta es la cueva y que por un
par de dólares nos guían. Cuando Gortxu entra en la cueva allí no hay ningún
templo, solo uno de los muchos Budas que “habitan” en las numerosas cuevas de
la zona. Gortxu pregunta por el templo y los chavales le dicen que un
desprendimiento ha cerrado la entrada. Tal y como suponíamos sólo pretendían
sacarnos unos dólares. Sin más nos montamos en las bicis y nos alejamos.
Continuamos por el camino de tierra unos cuantos kilómetros.
El sol pega fuerte pero la visión del paisaje lleno de campos de arroz mitiga
el sufrimiento. Guiados por las tenderas llegamos hasta una montaña en cuya
base parece que está la cueva. Pero no vemos ninguna indicación. Ni tan
siquiera un camino para salvar los campos de arroz que se interponen entre la
carretera y la base de la montaña.
De nuevo unos chavales se ofrecen como guías. Negamos con la cabeza aunque no desisten en su empeño. Seguimos el camino paralelo a la montaña pero no encontramos el modo de llegar a ella. La carretera, siempre paralela, se pierde entre los campos de arroz. Retrocedemos. Los chavales, que se han quedado atrás jugando en los canales de regadío, cuando nos ven aparecer, nos señalan un camino entre los arrozales. Para llegar a él es preciso cruzar un puente que salva el canal de agua. El puente es tan sólo una rama de bambú, cruzarlo con las bicicletas es imposible y dejarlas en el camino junto a los chavales nos parece arriesgado.
De nuevo unos chavales se ofrecen como guías. Negamos con la cabeza aunque no desisten en su empeño. Seguimos el camino paralelo a la montaña pero no encontramos el modo de llegar a ella. La carretera, siempre paralela, se pierde entre los campos de arroz. Retrocedemos. Los chavales, que se han quedado atrás jugando en los canales de regadío, cuando nos ven aparecer, nos señalan un camino entre los arrozales. Para llegar a él es preciso cruzar un puente que salva el canal de agua. El puente es tan sólo una rama de bambú, cruzarlo con las bicicletas es imposible y dejarlas en el camino junto a los chavales nos parece arriesgado.
Retrocedemos hasta un restaurante y pedimos un par de
refrescos. Entablamos conversación con el camarero. Efectivamente para llegar a
la cueva-templo es necesario cruzar los campos de arroz. Le pedimos permiso
para dejar las bicis a su recaudo y tras pagar vamos andando hasta la base de
la montaña. Frente al restaurante un precario puente salva el canal. Lo
cruzamos y seguimos el sendero que serpentea entre los campos de arroz.
Llegamos hasta lo que parece la entrada del templo-cueva. Una familia de
lugareños vive en la entrada. Nos señalan escaleras arriba. Ascendemos una
decena de metros hasta la entrada principal de la cueva. Un pequeño buda nos
espera pero no vemos el templo por ninguna parte. Nos adentramos más en la
cueva pero allí no parece que haya ningún templo. Volvemos a bajar y le
enseñamos la foto del templo. La hija de aspecto andrógino y edad indeterminada
asiente y nos dice que ella nos lleva. Finalmente no nos hemos librado de pagar
un guía….
- Hagamos una ofrenda a Buda
para que nos guíe -nos dice la mujer.
¿Pero acaso no sabía ella el camino? Nos reclinamos los tres
frente a Buda. Ella reza y nosotros miramos de reojo con la frente pegada al
suelo. Enciende unas barras de incienso. Las reparte y se las ofrecemos a Buda
mientras le pedimos que nos guíe en el camino. Ella se levanta y nosotros la
imitamos.
Nos señala un sendero que seguimos hasta un campo de arroz.
Hay que atravesarlo. Sumergimos los pies. El agua está caliente. Nos hundimos
hasta los tobillos. Atravesamos el campo de arroz con cuidado de no tronchar
los tallos. Solo el denso olor a arroz consigue hacerme olvidar el asco que me
da andar en el barro.
Llegamos a la entrada principal de la cueva. Comprobamos que
los chavales tenían razón y nos habían indicado correctamente el camino. Pero
¿Quién se iba a imaginar que la entrada al templo era aquella, y más cuando por
entrar te cobran un dólar? Cosas de Camboya.
Descendemos hasta el interior de la cueva y comprobamos
cuanto puede engañar una foto bien hecha. Aunque el lugar no luzca tan
espléndido como en las guías, la soledad y paz que se respira mejoran la primera
impresión. Somos mundialmente conocidos por nuestra lentitud para ver
monumentos así que nuestra guía se cansa y nos pide permiso para abandonarnos.
Por supuesto que se lo damos.... junto con un par de dólares. Estamos allí un
rato más hasta que los mosquitos nos echan a picaduras.
Regresamos a Kampot pero en vez de hacerlo por la carretera
principal tomamos las vías del tren. Es fácil andar paralelas a ellas pues los
lugareños han ido recolectando a lo largo del tiempo las piedras de relleno
dejando el camino despejado. Es un alivio poder volver a la ciudad entre campos
de cultivo y no por la destartalada y transitada carretera general.
Nos cruzamos con los campesinos que retornan a casa tras una
dura y larga jornada laboral. Y a pesar del cansancio aún nos sonríen
sinceramente. Algunos lugareños construyen básicas plataformas de madera con
rodamientos e impulsándose con una pértiga les sirve de improvisado medio de
transporte. Los niños también aprovechan las vías pero ellos para jugar. Al
cabo de unos kilómetros tenemos que bajarnos de las bicis y continuar andando
pues las piedras de relleno hacen imposible seguir. Cruzamos un puente y, en la
primera oportunidad que tenemos, salimos de las vías hacia una mezquita que se
levanta junto a ellas. Atravesamos el pequeño pueblo de mayoría musulmana que
nos miran extrañados de que dos “guiris” estén allí. Les saludamos con el
manido “sua s´dei” y tras unos segundos de desconcierto nos responden
sonrientes. Volvemos a la carretera principal a la altura del mercado.
La luz comienza a tornarse rojiza anunciando el ocaso del
día que una vez más lo disfrutamos sentados frente al río. El sol se oculta
tras la montaña de Bokor.
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