Solo son las 8 de la mañana y hace un calor insoportable. Mientras buscamos un sitio por la ciudad para desayunar nuestras zapatillas se funden con el asfalto. Ya estamos empapados en sudor. Para acrecentar nuestro calor tomamos un café bombón caliente, claro, porque como no hay electricidad no tienen hielo. Alquilamos unas bicicletas y nos dirigimos hacia el sur siguiendo el río. El calor se va mitigado por la brisa. Nos paramos de nuevo en el pequeño puerto del pueblo. No hay mucha actividad. Es un poco tarde para los horarios marineros. Atravesamos el puerto comercial. A lo lejos los grandes buques descargan su mercancía líquida en los silos. Llegamos hasta una pequeña villa marinera. No vemos ninguna mezquina pero los velos de las mujeres nos indican que su población es musulmana. No están acostumbrados a ver “falangs” así que nos miran con cara de asombro y curiosidad a partes iguales. Como todas las villas marineras de Asia, los cimientos de los palafitos se hunden en la basura. Un “totum-revolutum” de plásticos, fango, agua, desechos vegetales y animales que levanta varias pulgadas del nivel del suelo original. Los plásticos flotan cubriendo el río varios metros más allá de la orilla. Como una masa compacta y flexible se mueve con el vaivén de las olas que generan los barcos.
En hileras, las casas se adentran como dedos en el río. Cada
“dedo” está formado por una decena de casas, cada cual más precaria. Pero lo
que es verdaderamente precario, y a veces hasta peligroso, son las pasarelas de
madera que unen las casas. Su madera, podrida por el mar y la lluvia, se
bambolea y cruje peligrosamente bajo nuestros pies. En esta parte, el río no es
profundo pero tampoco agradable. Pero no nos da tiempo para fijarnos en esas
cosas. ¡Son tantas las imágenes costumbristas y de la vida diaria que nuestros
ojos ven! Sus moradores son en extremo amables. No nos miran con ojos recelosos
ni suspicaces sino con verdadera curiosidad y alegría. Nos abren paso, nos
dejan invadir ese espacio tan personal y privado como es el hogar. Tomamos
fotos sin que nadie nos amoneste. Es más, les encanta posar con sus hijos y
amigos. Unos nos enseñan a su bebe recién nacido, otros su pescado puesto a
secar al sol; y los niños....Los niños nos enseñan su risas y su alegría. Corren
con nosotros por las pasarelas con una destreza envidiable. Nosotros parecemos
jirafas andando sobre aceite. Nos conducen hasta la abuela que dormita a la
sombra en una hamaca, hasta el abuelo que sumergido intenta enderezar una
barca, hasta el hermano que con la cara y las manos llena de aceite arregla un
motor, hasta la madre que lava afanosamente la ropa en un barreño. Todos nos
sonríen y nosotros les devolvemos la sonrisa con creces. No dejamos de dar las
gracias y de observar lo que nos rodea. Ya no vemos la basura, ya no vemos la
miseria. Ahora vemos personas que intentan salir adelante en un entorno hostil.
Vemos vínculos familiares perdidos en occidente. Vemos a niños felices de tener
lo que tienen. Pero también vemos los ojos del pescador que alzando su red la
ve vacía. Vemos el pie de una niña que una infección se lo está comiendo.
Pasamos de la risa al lloro en un solo parpadeo.
De nuevo en tierra firme nos sentamos a la sombra y pedimos
un refresco. Los niños nos rodean, quieren que les sigamos sacando fotos. Les
encanta verse. Ríen con locura con cada foto que les hacemos. No piden nada más
a cambio. Estamos tentados de comprarles un refresco pero no creemos que sea
bueno. Les damos lo único que creemos no le hace mal; sonrisas, juegos
y….fotos, sobretodo muchas fotos.
De nuevo en la bicicleta nos dirigimos hacia los manglares.
La reserva Natural de Peam Krasaop está anclada en un
sinnúmero de islas e islotes aluviales. Alardea de poseer una vasta extensión
de manglares que protegen la costa de la erosión y dan cobijo a infinidad de
pequeños animales aéreos, terrestres o acuáticos. Su conservación es tan importante
como la de la selva tropical pues no solo es el mejor sistema conocido para
defender la costa de un tsunami sino también porque es fundamental para gran
cantidad de vida animal y sobretodo porque es un ecosistema muy frágil que está
desapareciendo rápidamente en muchas zonas del sudeste asiático. La zona está
prácticamente deshabitada salvo pequeñas aldeas de pescadores que viven de la
pesca artesanal respetuosa con el medio ambiente, una vez desaparecida la pesca
con dinamita.
Pagamos rigurosamente la entrada, 5.000riel para “falangs”
3.000 para camboyanos, y nos adentramos en los manglares gracias a unas
pasarelas de hormigón. Se agradece la sombra. De la pasarela principal surgen
pasarelas más pequeñas que se adentran a un más en la intrincada red de raíces
que forman el manglar. Durante más de una hora recorremos el bosque. No hay
mucha vida animal en esa zona, la presencia humana no ayuda a ello. Pero
estamos seguros que en sus más de 260 kilómetros cuadrados de extensión hay
zonas con menos presencia humana y más de vida salvaje. No nos importa no
verlos nos basta con saber que está ahí. Al igual que los delfines del
Irrawaddy que sabemos se ocultan bajo la protección de la lámina de agua. La
hora más propicia para verlos es a primera de la mañana cuando entran al
estuario. No es nuestro caso pues casi son las dos de la tarde.
El cielo comienza a llenarse de nubes. Es posible que según
avance la tarde llueva así que cogemos las bicicletas y ponemos rumbo a Koh
Kong. Justo a tiempo pues en el momento de sentarnos en una heladería una nueva
tromba de agua descarga sobre la ciudad. Es el típico clima monzónico de la
zona.
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