Aún es pronto y podemos alquilar la excursión con una agencia
de viaje. No era nuestro deseo pero no tenemos más alternativas. Salvo los días
festivos el acceso al parque está regulado y no puedes ir por tu cuenta.
Pagamos los 20 dólares por cada uno y esperamos en el hotel hasta que den las
ocho de la mañana.
La estación de Bokor está asentada en el extremo meridional
de los montes Elefante y es conocida por los edificios coloniales franceses
abandonados, su clima fresco, su exuberante selva y su cambiante clima. Pero
ahora el multimillonario Sok Kong, dueño de la petrolera Sokimex, ha comprado
prácticamente todo el plato de la montaña para construir una urbanización de
2.000 chalets, dos enormes hoteles y un casino. ¡Todo en pleno parque nacional!
Antes de que el megalomaniaco proyecto del señor Sok Kong se
iniciase la carretera que ascendía a Bokor era un auténtico camino al infierno.
Recorrerla costaba horas en el mejor de los casos, pues lo más frecuente es que
la camioneta terminara atascada en el barro o paralizada por un corrimiento de
tierra. Pero el proyecto urbanístico necesitaba una buena carretera para
abastecer a la obra así que llegaron los chinos e hicieron una buena carretera
de dos carriles. Aún así el terreno es tan abrupto que los corrimientos de
tierra son frecuentes y constantemente hay trabajos de mantenimiento.
La excursión comienza con un “trekking” de un par de horas.
El guía te vende el parque nacional como si fuera la mejor reserva del país.
Tiene el valor de decir que se han visto tigres y elefantes salvajes. Quizás
hace decenios porque los animales salvajes no son muy amigos de la especulación
urbanística y prefieren la tranquilidad y soledad de selvas aisladas. No nos
imaginamos a un tigre viviendo alegremente a escasos metros de unas obras. En
cualquier caso, aún en el improbable caso de que un tigre se encontrase en los
alrededores hubiera huido espantado por los gritos que pega nuestro guía que
parece una pescadera del mercado de la Ribera. Es más, ni aún pisando el rabo
de un tigre lo hubiera visto. Mientras diserta sobre los beneficios de la
medicina natural a su lado pasan higuanas, culebras, sapos y aves sin que él se
percate. Durante la primera hora paramos cada diez minutos para que nos hable
del látex, de la medicina natural o de las infusiones de té. Pero se le debe
haber acabado el repertorio rápido o quizás entendió nuestras caras de
aburrimiento, pero el caso es que durante la hora siguiente aprieta el paso
hasta casi correr y no volvemos ni a parar ni a hablar. A este ritmo militar
hacemos más ruido que un elefante en una cacharrería así que toda posibilidad
de ver la escasa vida salvaje del parque desaparece por completo.
La estación se encuentra a 1080 metros de altura y frente al
mar, por lo que es frecuente que la niebla se apodere de ella. Cuando llegamos
a lo alto una espesa niebla lo cubre todo. El coche debe ir a 10 kilómetros por
hora pues no se ve más allá de un metro. El guía señala a la nada indicándonos
qué debemos imaginarnos en cada lugar. La lluvia golpea los cristales y el
viento remueve la niebla de un lado para otro pero sin conseguir levantarla. El
coche para y el guía nos dice que bajemos para ver el casino. Los más
previsores se enfundan sus impermeables mientras el resto nos preparamos para
recibir una bofetada fría y húmeda. A los diez segundo estamos empapados y
tiritando de frío. La espesa niebla se encarga de sacarnos el calor de nuestros
cuerpos y el viento de llevarlo bien lejos. Parados en un páramo el guía señala
a la niebla y nos dice que allí está el casino pero el edificio está siendo
reformado y una valla de obra impide que nos acerquemos. Empapados miramos a la
nada. El guía parece vivir en un mundo paralelo porque actúa como si luciera un
sol espléndido. Durante diez minutos aguantamos su discurso sin sentido pues
nada de lo que nos describe podemos ver. Una fuerte ráfaga de viento consigue
levantar la niebla y dejar al descubierto el paisaje. Y casi que preferimos que
no lo hubiera hecho porque lo que vemos nos desilusiona aún más. Todo el casino
está cubierto por un andamio. Las imágenes de sus paredes anaranjadas, sus
ventanas desvencijadas y sus puertas descuadradas se nos cae y es sustituido
por una mezcladora, una malla verde de protección y tablones y ladrillos por
doquier. El icono más conocido de Bokor ha desaparecido pero a ellos se les ha
olvidado comentárnoslo al contratar la excursión.
Empapados y helados de frío nos conducen hasta un edificio
aparentemente abandonado donde vamos a comer. Cuando entramos el grupo anterior
aún no ha terminado. ¡Ahora entendemos el porqué de permanecer absurdamente en
la intemperie! Si hubiéramos adelantado la hora de la comida a la espera de que
levantara la niebla no hubiéramos entrado todos.
Mientras el guía se dispone a preparar la comida las nubes
se levantan y el sol comienza a asomarse tímidamente. Todos salimos escopetados
armados con nuestras cámaras. Es sorprendente la rapidez con que la niebla
desaparece y es sustituida por un cielo azul radiante. A pesar del andamiaje el
casino, que luce su vestido naranja debido a la colonización de la piedra por
un hongo, es hermoso. A lo lejos se ve la iglesia que aún a ratos es atrapada
por las nubes bajas hasta hacerla desaparecer de forma dramática. La niebla
corre de forma fantasmagórica por el plato de la montaña hasta precipitarse por
los barrancos y disolverse en una atmósfera cada vez más cálida. Las gotas de
rocío, que han dejado las nubes bajas a su paso por el sotobosque, brillan como
diamantes. Pero esta imagen idílica se ve empañada por la maquinaria pesada y
los esqueletos de hormigón que cubren la estación de Bokor. Aquí y allá se
yerguen los cimientos como un mortecino bosque pétreo. Las colinas verdes son
sustituidas por otras de piedra y arenisca. Es increíble que esto sea un parque
nacional.
Comemos apresuradamente, no sabemos cuánto durará el buen
tiempo, y recorremos la zona. Es la hora del almuerzo y los obreros han
abandonado el hotel. Si consigues obviar el andamiaje el casino es bello y
llamativamente tétrico. Aprovechamos para saltar la valla y recorrer la planta
baja. El suelo ha sido levantado y el mármol que recubría las paredes retirado.
Todo el interior está ocupado por andamios. No hay mucho que hacer dentro. Una
vez fuera nos acercamos hasta el borde del acantilado. Las vistas son
sencillamente espectaculares. La montaña cae casi perpendicularmente hasta la
llanura prelitoral. Desde aquí se divisa Kep, Kampot y toda la costa hasta casi
Sihanouville. Dice la leyenda que los arruinados en el casino se suicidaban
lanzándose al vacío desde aquí. Buen método pues es imposible sobrevivir a la
caída.
Paseamos hasta la iglesia. Uno de los pórticos ha sido
tomado por los trabajadores para convertirla en vivienda. Si no tienen
miramientos con la naturaleza porqué lo van tener con la historia y menos con
aquella proveniente de los invasores.
Somos lo últimos en llegar a la furgoneta. El guía, que bien
podría ganarse la vida como charlatán, habla eufóricamente del proyecto
urbanístico que se está desarrollando en el parque frente a la cara atónita de
los “guiris”. Donde uno ve progreso y modernidad los otros ven un atentado
ecológico y calamidad.
Nos montamos de nuevo en la monovolumen y nos conducen hasta
un edificio en construcción.
- Va a ser
un restaurante -nos explica entusiasmado el guía- han desviado el río para que
pase por aquí antes de precipitarse por la cascada a la que vamos.
La cascada es bonita, pero después del atracón de Laos
estamos más que saturados. El río baja cargado de sedimentos vegetales y tras
el salto, el agua agitada crea abundante espuma marrón. Nos es propiamente contaminación
pero desmotiva para el baño. El guía insiste en que nos demos un chapuzón,
quizás ávido de ver carne occidental, pero no logra convencer a nadie. Estamos
un rato a la sombra antes de retornar a la monovolumen y descender hasta
Kampot.
Aún es pronto para iniciar el crucero por el río que incluye
la excursión así que nos dan libre hasta las cinco. Nos repartimos entre los
distintos bares que salpican el paseo ribereño.
A la hora señalada embarcamos en un bote y comenzamos a
ascender por el río. En nuestro recorrido nos cruzamos con los barcos pesqueros
que retornan a puerto tras faenar en las marismas que curiosamente están más en
el interior. Algunos aún recogiendo sus redes.
Desde que partimos el cielo ha amenazado lluvia y no es un
farol. Tras avisarnos con cuatro gotas, el patrón da por finalizada la
excursión y gira para retornar a puerto, pero no lo suficientemente rápido como
para librarnos de un auténtico diluvio que nos atrapa. Parece que el dios Meteo
nos tiene manía y de nuevo helados y empapados regresamos a puerto.
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