Tomamos el primer autobús que pasa, pues todos van a Kampot, y en poco más de una hora estamos
allí.
Es un pequeño pueblo a orillas del río Prek Kampong.
Dedicamos la tarde a pasear por la ciudad y fotografiar las
pocas fachadas coloniales que aún quedan en pie. El ambiente es muy relajado y
los escasos viajeros que aquí estamos sabemos empaparnos de esa tranquilidad.
El centro es pequeño y mira al río. El antiguo mercado está siendo renovado
posiblemente en un intento de aprovecharse del poco turismo que pasa por aquí.
No hay mucho que hacer ni ver en Kampot pero eso no nos
importa. Hay días en los que tan solo apetece “estar”. Paseamos por sus calles.
Algunos transeúntes nos ignoran y otros nos miran con disimulado interés. Solo
los niños se acercan curiosos y con desparpajo. Nos saludan con la mano. Los
bajos de los edificios están llenos de profesiones hace tiempo abandonadas en
Europa, donde el usar y tirar domina la vida. Aquí lo único que se usa y se
tira son las bolsas de plástico, todo lo demás tiene una prolongada vida útil y
el término: “obsolescencia programada” no es conocido.
La falta de tejido industrial en la periferia de las
ciudades hace que toda la actividad económica se desarrolle en el propio núcleo
urbano. Así es posible contemplar en una herrería como ensamblan una verja, en una lonja como descargan toneladas de ajo o
ver múltiples ejemplos de cestería. El restaurante comparte pared con un centro
de reciclaje de vidrio que a su vez está junto a una tienda de venta de
generadores industriales, y un poco más allá los camiones se despiezan para
volver a montarlos una vez reparados.
Kampot posiblemente tenga uno de los puentes más extraños
que hayamos visto. Es como si hubieran tomado diferentes partes de puentes y
los hubieran unido para formar uno solo. Tal es así que incluso el tablero del
puente está a diferentes alturas. Tomamos una cerveza en una terraza frente al
río mientras vemos ponerse el sol.
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