Una moto-remolque nos viene a buscar al hotel media hora antes de lo previsto. Nosotros aún desayunando engullimos a toda velocidad pensando que el autobús estará esperándonos. Nada más lejos de la realidad, la moto nos lleva al restaurante de otro albergue cercano a que sigamos esperando mientras recoge al resto de viajeros. Una hora más tarde llega el autobús.
La carretera que une Siem Reap con Poipet es nueva. No así
nuestro autobús que parece de los picapiedra. El viaje transcurre sin
incidentes pero poco a poco notamos que la potencia del aire acondicionado cada
vez es menor y mayor el olor a goma quemada. Paramos en mitad de la carretera.
El conductor llama por teléfono y caja de herramientas en mano baja del
autobús. Le oímos trastear aquí y allá. A los pocos minutos vuelve. Arranca el
autobús, deja abierta la puerta, apaga el aire acondicionado y emprende la
marcha. Bueno, mientras siga andando el calor lo podemos mitigar abriendo las
ventanas. A los pocos kilómetros el olor a goma quemada vuelve. De nuevo para
el autobús. Esta vez accede al motor en marcha desde el interior. Al
desatornillar la trampilla los gases de combustión llenan el interior del autobús.
Ni tan siquiera las ventanas abiertas logran hacer más respirable el aire. La
mayoría nos bajamos mientras esperamos a que arregle lo que sea que está
estropeado. Al cabo de unos minutos nos manda volver al autobús y seguimos
camino. Pero bien podíamos habernos quedado fuera y seguir al autobús andando
pues éste no va a más de 10 kilómetros hora. Vuelve a llamar por teléfono
buscando una respuesta y nosotros rezamos buscando la intervención divina. No
sabemos cuál de las dos cosas da resultado pero al cabo de quince minutos el
olor a quemado desaparece y el conductor acelera. Al menos parece que no nos
vamos a quedar tirados.
Una vez en la frontera nos colocan una pegatina en función
del destino en Tailandia y nos mandan cruzar la frontera sin más explicaciones.
Poipet se ha hecho famoso por albergar un montón de casinos
en tierra de nadie, al que acuden los tailandeses en masa para apostar, ya que
en su país está prohibido. No deja de ser curioso que un país comunista como
Camboya sea la meca del juego y el dinero para los tailandeses.
El control fronterizo del lado camboyano es muy lento. Lo
que más nos sorprende es no tener que sobornar a ningún funcionario.
Andamos los 300 metros que nos separan del lado tailandés
mientras vemos las ostentosas entradas de los casinos y cómo los autobuses
directos de Bangkok desembuchan a decenas de ávidos jugadores con los bolsillos
llenos de baths.
Como no puede ser de otra forma el control fronterizo
tailandés es más ordenado y eficiente. El problema viene después. No sabemos
dónde esperar. Las distintas agencias de transporte están repartidas en varias
pequeñas paradas de bus pero no sabemos cuál es la nuestra. Un supuesto enlace
nos indica una pequeña tienda de refrescos para después desaparecer. Sentados a
la sombra esperamos durante casi dos horas a que alguien nos indique algo.
Justo cuando nuestra paciencia está a punto de terminarse llega una minivan.
Tras descargar a los pasajeros que van hacia Camboya nos suben a nosotros.
Cinco horas después estamos en nuestra querida Bangkok, que
aún amenazada de inundación no pierde el pulso ni la actividad.
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