Desayunamos en un local de buffet. Nos damos más prisa de lo habitual pues quizás podamos coger el autobús de las siete y media pero cuando llegamos ya no hay plazas libres así que tenemos que esperar al de las ocho. Sólo quedan los últimos asientos y eso lo vamos a lamentar todo el viaje pues estos asientos se sitúan justo encima del motor. El calor está asegurado.
Estamos al final de la estación lluviosa. Un año
especialmente húmedo. Desde la carretera vemos grandes extensiones de tierra
anegada por el agua. El ganado desplazado por el agua se estabula ahora en los
arcenes de la carretera. Durante kilómetros no vemos más que vacas pastando en
sus pesebres a la sombra. Junto a las vacas; cerdos y pollos hacen compañía.
Los patos y los gansos están en su paraíso particular. La crecida de las aguas
no discrimina y anega tanto campos como pueblos.
Conforme va avanzando la mañana la temperatura de nuestros
asientos aumenta. El aire acondicionado es del todo insuficiente y pasamos
mucho calor. No queda más que sufrir durante las seis horas que dura el viaje.
Lo pasamos con humor. El humor es fundamental para viajar; ayuda a pasarlo
genial en lo buenos momentos y a que los malos parezcan menos malos.
Siem Reap muestra una gran actividad. Toda la maquinaria económica
de la ciudad se mueve con la gasolina del turismo. Parce que cada edificio de
la ciudad solo alberga algún negocio relacionado con el turismo.
Alquilamos unas bicicletas y nos dirigimos a las oficinas
del parque arqueológico de Angkor para comprar el pase de una semana. Queremos
ver Angkor con tranquilidad. Es una maravilla del pasado que no merece menos.
La noche cae sobre la ciudad pero eso no mitiga la
actividad. Hoy estamos cansados… quizás mañana si Angkor nos deja.
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