Partimos a las ocho y cuarto. El aire acondicionado está a
tope. No importa ahora hace frío porque es primera hora al mediodía pero en un
par de horas lo necesitaremos.
El viaje transcurre plácidamente. La carretera que conduce a
Phnom Penh está bien asfaltada. Sólo cuando nos desviamos hacia Koh Kong
empeora pero se compensa con el paisaje de los montes.
La selva Carcadomo ocupa el suroeste del país. Sus cumbres
no son muy altas, menos de 2000m, pero la densidad de montañas, profundos
valles y estrechas vías fluviales son el hogar de numerosas y a veces extrañas
especies animales como tigres, elefantes, osos, cocodrilos, pangolines tortugas
y gran cantidad de aves. A pesar de que la presión deforestadora ha hecho
mermar considerablemente la extensión de la selva sigue siendo la segunda selva
tropical más grande del sudeste asiático. Al amparo de la Unesco se han creado
algunas asociaciones que defienden la biodiversidad de la selva e intentan
mantenerla a salvo de la especulación urbanística y de la explotación minera y
maderera.
Llegamos a Koh Kong. Nos asaltan varios tuk-tuk. Compartimos
uno con una pareja de viajeros. Nos cobra tres dólares en total. Algo caro para
apenas un kilómetro pero no nos apetece regatear. Además no estamos solos. El
conductor nos lleva a un hotel concertado. Le decimos que nos deje en el centro
del pueblo y así lo hace.
Koh Kong es una ciudad fea con el típico aspecto de ciudad
camboyana sin interés. No hay ningún edificio que destaque y si lo hace es por
su fealdad, como esos hoteles nuevos estilo chino. ¡Dios con lo bella que es la
porcelana china!
Durante muchos años la ciudad ha vivido del comercio que transcurre
por la frontera con Tailandia y de su puerto mercante. Prostitución,
contrabando y alcohol era en lo que se basaba la economía de la ciudad.
Afortunadamente con la llegada del turismo todo empieza a cambiar lentamente. Y
aunque la ciudad no puede quitarse de un plumazo años de abandono y degradación
quizás esté construyendo un nuevo futuro.
Paseamos por la ciudad anodina. Solo el frente marítimo que
da al estuario agrada la vista un poco. El kilométrico puente que salva el río
lo preside. Nos paramos un rato viendo como desembarcan pescado de uno de los
barcos atracados. Un poco más allá otro barco descarga enormes bloques de hielo
que arrastran por el suelo. Las jaulas para la captura de marisco se amontonan
en el muelle. A su lado montañas de redes. Varias barcas surcan las aguas y se
ven pequeñas frente a las grandes dragas cuyas sombras las eclipsan. En este
frente marítimo de la ciudad se están construyendo o reformando nuevos hoteles
con cierta categoría y distinción. Como no, la gran mayoría regentados por
occidentales.
Un rayo surca el cielo. El olor a ozono es intenso. La línea
del horizonte se va difuminando hasta desaparecer. Sabemos que apenas tenemos
unos minutos. Dejamos atrás el puerto y nos dirigimos al hotel. Llegamos a
tiempo, una enorme tromba de agua descarga sobre la ciudad, que enlentece su
ritmo pero no se para.
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