Estamos enfadados con el país. Ayer nos humilló en cuatro ocasiones. Deseamos sacar sus vergüenzas. Pagarle con su misma moneda....Posiblemente todos estos pensamientos están muy presente en el subconsciente cuando decidimos elegir la prisión de Tuol Sieng, o S-21, como primera toma de contacto con el país.
Lo que ocurrió tras esos muros, ahora blancos, es
equiparable al genocidio nazi. Aún más lamentable porque el genocidio se
perpetró entre conciudadanos.
En 1975 el instituto de secundaria Tuol Svay Prey fue tomado
por las fuerzas de seguridad del loco Pol Pot y convertido en una prisión conocida
como S21, el mayor centro de detención y tortura del país. En los siguientes
tres años más de 17.000 personas de cualquier edad y sexo fueron detenidas y
llevadas al campo de exterminio de Choeung Ek a las afueras de la ciudad. Al
igual que los nazis, los jemeres rojos llevaban un meticuloso registro de todas
sus barbaries. Cada prisionero que pasaba por la S-21 era fotografiado, a veces
antes y después de ser torturado, etiquetado y desnudado. Cuando la revolución
de los jemeres rojos alcanzó las más altas cotas de locura, el monstruo comenzó
a devorarse a sí mismo. Las purgas dentro del partido eran constantes y de la
noche a la mañana los jueces pasaban a ser juzgados y los que asesinaban a ser
asesinados. A principios de 1977 en la S-21 había una media de 100 muertos al
día. Cuando el ejército vietnamita liberó Phnom Penh a principios de 1979, sólo
quedaban siete prisioneros vivos en la S-21. Todos ellos habían sobrevivido
gracias a sus habilidades en la fotografía, en la contabilidad, en la pintura…
Otros 14 cuerpos habían sido abandonados en las salas de tortura.
Aunque el museo sea muy limitado y los medios ímprobos, el
horror que se produjo tras esos muros fue de tal magnitud que uno se hace a la
idea del genocidio perfectamente.
Recorrer las aulas convertidas en salas de torturas, aunque
se las denominara bajo el deleznable seudónimo de salas de interrogatorio,
oprime el corazón hasta casi el llanto. El conciso y preciso documento gráfico
que los torturadores recogieron durante el genocidio se puede ver en estas
aulas. Las caras de los prisioneros nos perseguirán durante días. Esos ojos.
Esas miradas. Esas expresiones tan puras como aterradoras. Cada foto es una
bofetada en la conciencia, un patada en lo más hondo de las entrañas, una
puñalada que recorre todo el cuerpo.
Miradas con ojos desencajados de puro terror, miradas
entrecerradas que destilan odio, miradas huidizas que intentan evitar lo
inevitable, miradas sumisas que admiten la supremacía, miradas vacías que no
encuentran explicación ante la barbarie, miradas tristes ante la realidad,
miradas sin futuro, miradas que no ven, miradas estupefactas, miradas sin
pecado, miradas muertas. Nos duele, nos desalienta, nos avergüenza como seres
humanos que somos. Nos repugna, nos asquea, nos da miedo, nos aterra. Pero
debemos seguir mirando. Debemos conocer la verdad, la historia de los hechos,
porque solo recordando a aquellos que allí perecieron se les honra, y se da
sentido a una muerte sin sentido e injusta.
La locura que se desarrolló entre esos muros no entendía ni
de sexo ni de edad. Mujeres y hombres, niños y bebés y ancianos eran torturados
inmisericordemente hasta la muerte. Todo perfectamente documentado y registrado
con una precisión enfermiza…
Algunas salas aún conservan las camas sobre las que se
ataban a los inocentes, y sujetos con grilletes de hierro se les torturaba
hasta la muerte. Fotos en blanco y negro recogen los que vieron las tropas
vietnamitas cuando liberaron la ciudad; cuerpos descompuestos y deformados aún
atados a esas camas. Otras aulas se habilitaban como celdas temporales, con
compartimentos levantados de forma precaria y rápida. Apenas suficientemente
grandes como para que cupiera una persona tumbada. La mayoría con una única
ventana por la que recibir la escasa comida que una vez al día, en el mejor de
los casos, les daban. Sus muros no levantan más de dos metros y no tienen
techo; no hacía falta, los prisioneros permanecía constantemente atados al
suelo mediante grilletes que les terminaban ulcerando los tobillos hasta que el
pie necrosado se separaba de la pierna.
Y estos eran los afortunados por que la locura frenética era
tal que las celdas no daban abasto, y en otras aulas bastaba con numerar las
paredes y cuadricular el suelo. Allí tumbados atados de pies y manos permanecían
los presos que por sobreocupación no podían ocupar una celda. Se orinaban y se
defecaban encima. Comían y bebían cuando a los guardias se les antojaba. Muchas
veces Tánatos apiadado pasaba por aquellas salas y les evitaba más sufrimiento.
Otras no.
¿Qué puede llevar al ser humano a usar a bebés como objetos
de tiro al plato?
El recorrido suele terminar con una excursión a las afueras
de la ciudad visitando los campos de exterminio y las fosas comunes. Pero
nosotros hemos tenido suficiente y no nos encontramos con ánimo de seguir
viendo más sufrimiento. Hemos llegado a nuestro límite. No podemos aborrecer
más al ser humano.
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