Vestidos para la ocasión acudimos a primera hora al Palacio
Real. No son aún las ocho de la mañana pero ya hay bastantes turistas
recorriendo el recinto. Tomar fotografías despejadas de gente va a ser tarea
difícil. Y aunque nos saltamos el recinto real para ir directamente a la pagoda
de Plata, con la esperanza de que aún no haya llegado la gente; más gente ha
tenido la misma idea y también hay abundantes turistas por sus instalaciones.
Así que volvemos al Palacio Real.
No es tan esplendoroso ni rico como el Palacio Real de
Bangkok pero guarda cierta similitud.
El complejo
de edificios del Palacio Real de Phnom Penh, donde se encuentra la
residencia de los reyes de Camboya, es una obra arquitectónica sublime, que ha
sido parte importante de la vida política y social de Camboya desde su
construcción en el año 1866.
El
palacio comenzó a construirse cuando el rey Norodom trasladó
la capital desde la ciudad de Oudong hacia Phnom Penh, y está situada sobre la
vieja ciudadela de Banteay Kev.
La
estructura es una muestra fundacional del estilo arquitectónico Khmer,
y sus partes más representativas son las murallas defensivas (kampaeng), la
sala del trono (preah tineang), las torres espirales (prang prasat) y el Templo
del Buda de Esmeralda.
Además,
a lo largo de diferentes áreas del palacio pueden verse pinturas murales
clásicas, y allí se plasma la importancia no solo a nivel político sino también
religioso que el Palacio Real tiene para los habitantes de Camboya.
La
familia real de Camboya vive en el palacio Khemarin, cerrado
al púbico y separado del resto de las construcciones del complejo por una
muralla, aunque situado a la derecha del Salón del Trono y con caminos directos
para que el rey vaya de sus aposentos a la sala más importante del Palacio Real
con total comodidad. Unos guardias se aseguran de que ningún turista despistado
ande por donde no debe.
La
sala del trono, también conocida como el Asiento Sagrado del
Juicio, es donde se llevaban a cabo las decisiones más importantes, lugar
de trabajo de generales, ministros y oficiales del reino. Hoy, es utilizada
para ceremonias religiosas y reuniones diplomáticas. Es el edificio más
destacable del complejo y su torre de 59m inspirada en el templo de Bayón es
buen ejemplo de ello. El edificio original era de madera pero fue pasto de las
llamas. Así que se sustituyó por el actual de hormigón en 1869, algo menos
vistoso pero mucho más imperecedero. El día es soleado y las tejas brillan como
luceros del alba. El tejado en escalera parece unirse con renovada fuerza en su
zona central y allí, como una flor de loto, la torre en espiral dorada crece
hacia el cielo como queriendo ensartar las nubes.
Muy
cerca se encuentra un más bien soso edificio que alberga los despachos reales.
Lo único que destaca es un extraño edificio anexo. El pabellón está totalmente
fuera de lugar no solo por el material que del que está construido, hierro, al
que el clima tropical le hace estragos, sino también por su arquitectura
claramente de origen europeo. Más tarde nos enteramos que fue un regalo de
Napoleón al rey camboyano.
La
Pagoda de Plata, en el extremo norte del complejo palaciego, es el
depósito de algunos de los tesoros más importantes de la nación, joyas,
diamantes y estatuas varias descansan de este “Templo del Buda de Esmeralda”.
La Pagoda de Plata está rodeado de un muro que en su día
estuvo primorosamente pintado representado escenas del Ramayana. Hoy muchas
partes están borradas o gravemente dañadas pero todavía hay trozos que permiten
hacerse una idea de su estado original. Ascendemos las escaleras de mármol
italiano y nos descalzamos antes de entrar en la Pagoda. Todo su interior está
recubierto por 5.000 baldosas de plata de 1 kilo de peso y 1cm de grosor. Para
preservarlas están tapadas con alfombras, salvo un pequeño trozo a la izquierda
de la entrada donde el paso del tiempo ha oscurecido la plata pero permite
apreciar sus delicados relieves tallados. A lo largo de las paredes de la
pagoda hay dispuestas varias vitrinas, a cuyos cristales no le vendría mal una
limpieza, donde se muestran numerosas piezas de artesanía jemer. Decenas de
pequeños budas de oro y un par de máscaras que se utilizaban en la danza
clásica. Es tal la cantidad de objetos que uno va perdiendo interés conforme
recorre las vitrinas.
El centro del recinto, sobre una ostentosa tarima, lo ocupa
un Buda Esmeralda hecho de cristal de Baccarat. En frente un Buda de oro a
tamaño natural, que de pie, parece defenderle. Sus casi 10.000 diamantes
engarzados consigue, cuando menos, desviar la atención del Buda Esmeralda. Es
el Buda más llamativo, pero todo el recinto está lleno de maravillosas
esculturas de Buda realizados con diferentes materiales.
Salimos al exterior y recorremos el cuidado jardín que lo
rodea. El patio está salpicado por santuarios de los reyes del antiguo imperio
Khremer.
El Phnom Mondap es una pequeña colina artificial que se
encuentra oculta entre un vergel. Nos introducimos en él y ascendemos una
pequeña escalera para descubrir uno de los lugares más bellos y sobretodo
tranquilos del recinto. A la sombra unas imágenes en piedra de Buda descansan
apaciblemente y nos invitan a hacer lo mismo. Las luces y las sombras juegan en
sus rostros pétreos. Mientras permanecemos sentados pasan uno tras otros grupos
de turistas que apenas tienen tiempo de sacar un par de fotos antes de que el
guía les apremie a seguir la visita. Esa no es forma de viajar.
Salimos del Palacio y nos dirigimos al Museo Nacional. Como
no podía ser menos tenemos problemas para que nos acepten un billete de 20$ y
tenemos que pagar el importe justo con la excusa de que no tienen “small
money”.
El museo aunque pequeño está bien conservado y organizado,
posiblemente porque se encuentra bajo la tutela de organismos internacionales
que no solo aportan fondos para el mantenimiento sino también organigramas de
trabajo y planificación. Recorremos las salas algo apáticos por el calor. No
tenemos prisa, pero no conseguimos conectar con el museo. Muchas veces nos
llaman más la atención las fotografías que cuelgan de las paredes que las
esculturas. En poco más de una hora estamos de nuevo en las calles de Phnom
Penh.
Redescubrimos y disfrutamos de una capital tranquila, algo
poco usual en el sudeste asiático. Llamativa y visual a la vez que silenciosa y
relajada. El tráfico no es excesivo, la contaminación mínima, la calles
trazadas con tiralíneas ayudan a dar mayor sensación de organización. Su paseo
a orillas del Mekong y sus casas coloniales nos inspiran calma.
Nos sentamos a ver anochecer. No es bonito pues las nubes lo
impiden, pero es relajante.
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